Gobernantes de distintas partes del mundo han grabado secretamente sus conversaciones, pero a algunos, como Fujimori y Nixon, les salió el tiro por la culata: sus propias grabaciones fueron pruebas para incriminarlos. Por cierto, Nixon no fue el único en grabar en secreto en la Casa Blanca, lo hicieron cinco presidentes antes que él, incluido F.D.R., pero sí el primero en poner un sistema activado por voz, mientras sus predecesores debían encenderlos manualmente con botón.
La videocámara secreta que hizo instalar Rafael Correa ha sido pepa: se activaba a voluntad por control remoto y lo “gracioso”, como dijo Moreno con sarcasmo, es que la apagaban a las ocho, cuando en palacio se hacía el barrido para detectar cámaras ocultas, y la encendían más tarde.
Esta manía de grabarse a sí mismos la tienen políticos desorbitados y vanidosos. Nixon, por ejemplo, hizo instalar en 1971 los sistemas de grabación en la Oficina Oval, la sala del gabinete, su oficina privada y Camp David y, aparte de él, solo siete personas sabían de su existencia y juraron mantener el secreto. Sin embargo, una de ellas, el asistente Alexander Butterfield, lo reveló en 1973 al comité del Congreso que investigaba Watergate. Nixon fue obligado a entregar cintas de reuniones específicas, y de alguna borró 18 minutos. A la final, renunció cuando no pudo sostener más sus mentiras.
Y Correa ¿para qué querría grabarse? Nixon las quiso porque tenía la obsesión de que los medios de comunicación eran sus enemigos (me suena, me suena), y deseaba tener las grabaciones para preservar el legado histórico de su presidencia, aunque no se descarta que planeara chantajear o coaccionar a quienes hubieran conversado con él.
Moreno dice que ojalá no haya sido para grabar al buró político, pero es obvio que para eso y “para todo mismo” era. Algo de lo que Moreno no habló y que la investigación en curso deberá responder es quién tiene las grabaciones de esa videocámara. “Mum´s the whole word” ordenó Nixon a sus compinches: cerrar la boca y solo él podía revisar lo grabado. ¿Será? Da para una novela sicológica: mientras cae la nieve en la Grand Place, un exmandatario latino en un ático bruselense, revisando al infinito miles de horas guardadas en los discos duros, viendo y oyendo lo que dijo, lo inteligente y guapo que era, el poder que tenía. ¿Y quién dice que allí no haya respuestas a las denuncias de corrupción?
Y ¿tiene él también las grabaciones de estos meses de espiar a Moreno? ¿Se las mandaron en memoria USB o por Internet? Si la vanidad y falta de caballerosidad le hizo grabarse obsesivamente por ocho años, seguir haciéndolo no solo es de fisgón “aficionado a husmear la vida de los demás”, como bien lo definió Moreno, sino un delito tipificado en el propio código que él hizo dictar.
Columnista invitado