La época actual tiene sus paradojas. La más sui géneris es, tal vez, la que fomenta la especialización como ley para trascender en este mundo globalizado.
La aldea global de Marshall McLuhan exige que las ciudades se especialicen para que funcionen como un producto exitoso. Como teoriza Teodor Adorno, las metrópolis de hoy son parte de la industria del consumo, sea este cultural, geopolítico, turístico, de entretenimiento… Y si no cumplen su rol quedarán rezagadas y olvidadas. La sola historia, por más brillante que sea, no les garantiza su persistencia y desarrollo. Los anales están llenos de ciudades difuntas.
Ya en 1960, Lucio Costa y Óscar Niemeyer diseñaron Brasilia con un fin concreto: convertirla en el eje administrativo de Brasil. Pero la capital brasileña no es un lunar. Cada urbe busca que la valoren por algo peculiar.
Hay históricas y dinámicas como Roma, París y Londres; museísticas, como Florencia o Venecia; reductos de cultura y artes, como Valencia y Barcelona; cosmopolitas , como Nueva York y Buenos Aires…
Varias urbes ecuatorianas se han embarcado en ese tren, pero no han consolidado un proyecto racional, sostenible y con apoyo colectivo.
Cuenca, que busca sustentar su vocación turística y cultural es, quizás, la que tiene un camino más asequible. La lucha de años de Guayaquil por ser un referente como urbe ejecutiva y de eventos se borró por el aumento sin freno de la criminalidad.
Lo de Quito es serio. La meta, desde antes de ser Patrimonio de la Humanidad, es ser un destino turístico importante de la región. Materia prima hay de sobra: un Centro Histórico invaluable y un entorno natural único.
Pero ese CH, hasta hace poco el mejor conservado de Sudamérica, vive un creciente deterioro causado por la inseguridad, la invasión del comercio informal, la poca empatía de los ciudadanos, el abandono gradual de sus residentes por el descenso en la calidad de vida.. Con 100 inmuebles patrimoniales por colapsar y el logo de “potencia turística” está arrinconado como una placa caducada.