Nicolás Herrera (Los Andes, 1961) abatió el miedo al fracaso que asuela y nulifica. Soñó e hizo. El imposible no existe, es aquello que requiere un poco más de tiempo para lograrlo. Nicolás prueba este aserto. Invirtió todo lo que le había dado su arte (muralismo, pintura, escultura…). En 2016, en la cima de una loma frente a la entrada de la laguna Yaguarcocha, edificó su museo, luego de agotadores esfuerzos. Pero el sueño de Nicolás se desvaneció pronto. Sus denodados sacrificios no pudieron con la realidad: la cultura en Ecuador se debate bajo cero.
Hace poco volví a recorrer sus espacios. Centenares de sus obras patrimoniales. “Con mis manos atrapo la luz”, dice. Veo a Nicolás zarandeando por su museo con un artilugio casero, atrapando esa luz y alojándola en su obra pictórica. Mitologías ancestrales traídas al presente y tensadas hacia el mañana. Criaturas de tiempos inmemoriales y de otros no acaecidos. Nuestros orígenes fundidos con el porvenir, extraño siempre. Transformación de los cuerpos en formas nuevas.
Figuras laceradas, convulsas; otras bellas y sensitivas, recién salidas del paraíso. Herrera urde su arte desde el borde de un abismo, desacatando el fin. Es el hermoso y sombrío lance de la creación auténtica. Ausencia de limitaciones. Desbordamientos. Torbellinos de lucidez y clarividencia. Andanzas por las atroces revueltas de la historia. Confluencia con las ánimas que vagan por la laguna cerca de la cual vive y que rezuma la sangre derramada por nuestros ancestros.
Nicolás trabaja en una escultura de incontables piezas. “Nadie las ha visto hasta ahora”, musita, tímido, confundido, como confiesa un niño su última travesura. No importa cuál de las piezas tome en sus brazos, igual la abraza y acaricia. Cuenta que a su hija suele decirle que no hubiera podido trabajar como lo hace “de sol a sol”, si hubiera tenido compañía.
“Acaso sea poco lo que queda: la irrevocable fe, el insistente amor, las ataduras con todo lo imposible”.