La nación es la añoranza de un pueblo por lo que fue en el pasado y el deseo latente de afirmar cotidianamente lo que quiere llegar a ser en el futuro. La forma política que incentiva y mitifica esa añoranza y ese deseo es el Estado moderno entendido como un poder abstracto, desacralizado y despersonalizado. No es raro que, en muchos casos, el Estado haya sido anterior a la nación, e incluso que la haya inventado para justificarse y persistir en el tiempo. La nación como comunidad imaginada se nutre del mito y su ámbito es la sacralidad de los símbolos y la memoria de lo heroico; su fundamento está en la Historia y, su fuerza, en la permanencia de esa ritualidad con la que un pueblo distribuye sus labores y sus días. Y si la nación participa del ámbito de lo mítico no es porque sea una falsa creencia sino, como afirmaba Durkeim, porque implica la creencia en algo, en un conjunto de alegorías y relatos glorificados por la tradición y la historia.
El ámbito del Estado es, en cambio, la autoridad y la fuerza que, a través de la norma abstracta, obliga y disuade; es el hoy de la acción potestativa y la permanencia futura de la institucionalidad. Su fin, el bienestar colectivo y su medio, el ejercicio de la política concebida como el arte de lo posible. Sin embargo, nostálgico de lo sagrado, el Estado inventa la liturgia laica, la utopía de la nación, fomenta el culto de lo heroico; formas y manifestaciones que todo poder requiere para revestirse de solemnidad.
Benedict Anderson ha escrito que la nación es “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”. Imaginada lo es en el sentido de que cada uno de los miembros de ella “vive la imagen de su comunión”. El sentirse parte de una nación es, en el fondo, llegar a comulgar con un sistema de imágenes mentales en el que coinciden quienes forman parte de ella. Imágenes que surgen de una historia en común, de la participación de una misma cultura y no necesariamente del ejercicio de la política.
Sin embargo, la nación en la práctica dista de ser un ámbito armónico en cuyo seno se anulan las diferencias. Si esa es la meta, la historia demuestra que jamás se llega a ese gran objetivo, pues naturaleza propia del ser humano es la discrepancia. La opinión divergente es la fuente de su dinámica y el diálogo con la disidencia es el principio de su fortaleza. Lo que vigoriza a una nación es la voluntad cotidianamente puesta a prueba de sus miembros de caminar juntos superando las discordancias internas. La nación se la puede ver no solo en sus convergencias sino también desde sus divergencias, desde aquellos factores que tienden a disgregarla y que, al igual que un cuerpo vivo, lo que hacen es despertar, por reacción, otras fuerzas que procuran mantenerla cohesionada, dialéctica de la que, cada día, la nación renace renovada.