Pasar del Viejo al Nuevo Mundo y “hacer América”, no solo fue cosa de hombres; ellas, a más de parir los hijos, también hicieron lo que a los varones les correspondía: empuñar la espada, hacer la guerra y afianzar el imperio español en esta parte del mundo. A mi entender, no ha sido suficientemente ponderada la participación de la mujer en la conquista de América.
En esa época de héroes y villanos hubo mujeres de temple varonil que, superando prejuicios sexistas, se pusieron al frente de expediciones guerreras y lidiaron en batallas como el más fiero de los soldados. Y lo hicieron como hembras bravas, sin despojarse de sus faldones, tal el caso de la almiranta Isabel de Barreto quien atravesó el Océano Pacífico en busca de un sueño: el mítico reino de Ophir.
Hembras de vario pelaje acompañaron a tantos aventureros que pasaron a América con sed de riquezas. Las hubo de todo: afortunadas, míseras, viudas, monjas, matronas, mujeres de punto y mujeres del partido. Unas llegaron para fundar conventos, otras a fundar prostíbulos. Unas llegaron con sus maridos; otras, en busca de ellos.
Una de esas fue la extremeña Inés Suárez quien arribó al Perú en busca de su esposo que, luego, se supo había muerto. En vista de ello, acompañó a Pedro de Valdivia en 1537 en calidad de sirvienta, mas, luego llegó a ser su conviviente. Su nombre pasó a ser leyenda. Su espíritu indómito y desalmado carácter se puso a prueba en la guerra contra los araucanos a cuyos caciques decapitó sin piedad y arrojó luego sus cabezas para pavor de los indios.
La sevillana Ana de Ayala, mujer de Francisco de Orellana, fue otra de esas hembras varoniles que recuerda la historia. Contra todos los pronósticos que la desautorizaban, acompañó a su marido en su loco empeño de retornar al Amazonas pese a la oposición del rey. El viaje fue un fracaso. Más de cuatrocientos expedicionarios murieron en el camino. A pesar de todo, siguieron adelante. Perdido en el laberinto amazónico, murió el descubridor del gran río. Ana de Ayala, junto a unos pocos sobrevivientes, lo enterró en una orilla del Amazonas al pie de un árbol.
Hubo otra que se impuso al olvido, contó su historia y con pluma desmañada escribió su vida: la “Monja Alférez”, Catalina de Erauso, monja, bandolera, empresaria, soldado, travesti, todo en una sola vida y contado por un personaje digno de una novela picaresca. Sin faldón ni corpiño, sin hábito monjil, vestida de hombre y con espadín al cinto, disfrazando su condición femenina así se pinta a sí misma como fémina indómita que en 1619 arrasó tierras de indios, masacró a los mapuches, acciones que le valieron el nombramiento de alférez de los ejércitos del rey.
Cuántas otras historias protagonizadas por mujeres de ese siglo podrían recordarse. Toda ellas desmedidas, increíbles.
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