La mayoría de monumentos perennizan nombres de héroes o de transformadores políticos; pocos celebran los de filósofos o artistas. (Por cierto, la religión fue la mayor beneficiaria de la masiva convocación que antaño tuvieron los monumentos). En nuestra hora, se preconiza el monumento a los vencidos.
Varios han sido integrados a la historia o a la memoria de imágenes visuales como obras cuya belleza seguirá obnubilando a la humanidad: la Muralla China, las pirámides de Egipto, la Torre Eiffel, el Cristo del Corcovado, la Estatua de la Libertad…
El monumento posee una trascendencia singular: casi desapercibido, se torna elemento valioso en guerras o revoluciones. ¿Por qué lo que busca el conquistador es demolerlos?: porque sabe (o intuye) que incinerar la memoria es desvanecer el futuro, y quienes no aprenden del pasado deben acatar el porvenir, enmudecidos.
En 2017 defensores de los derechos de los negros cubrieron el monumento de Thomas Jefferson, patriota y hombre de libros que poseía servidumbre de esclavos negros. En nuestro lugar de origen, la estatua de Isabel La Católica ha sido objeto de ataques por parte de activistas sociales.
En la guerra de Iraq se arrasó su histórica Biblioteca y una veintena de monumentos, testimonio de las primeras civilizaciones. Una de las piezas depredadas fue la Dama de Warca, el primer rostro humano que registra la historia del arte. Monumento a la estupidez de George W. Bush.
El porvenir no es el futuro, subraya Derrida. Recordar va uncido a la promesa del porvenir. Inicio de un no saber. “El por-venir, dice Luke Smith, es una paradoja, un tiempo que desconcierta, una indeterminación, un quizás”. Estas especulaciones subyacen en la monumentalidad, inherente a la condición de nuestra especie.
Recientes monumentos a la estupidez humana: la guerra del imperialismo ruso contra Ucrania; el espurio socialismo siglo XXI, que ha castigado inteligencia, dignidad y pobreza. Nicaragua, acaso, su más protervo ejemplo.