Minucias arbitrarias y compulsión

Arturo Guerrero
Tomado de El Espectador

Después de meses de embadurnar los zapatos antes de entrar a todas partes, los peritos de ultramar descubrieron que este cuidado es inútil. Friega que friega los pisos con trapeador y mezcla de vinagre blanco y agua, para que al final se reconozca que el virus no se transmite por las superficies.

Los tapabocas de tela que habían protegido contra la lluvia de saliva ajena, al cabo fueron proscritos por débiles. Se determinó cambiarlos por otros reforzados, como los de los médicos en las clínicas del desespero. Igual que los muertos, ahora hay mascarillas de primera clase y de segunda clase.

Para cumplir con la regla de enjabonar los zapatos, establecimientos públicos y viviendas debieron aperarse de abundantes líquidos purificadores y tapetes humedecidos y secos. Las industrias que los fabrican han de contar billetes gordos mientras la población de clase media se esculca con angustia los bolsillos.

En apariencia, las prescripciones abolidas por innecesarias son gestos perdidos que irán a parar al vertedero de ociosidades. En la realidad son ensayos, intencionales o no, de copar las minucias cotidianas de la gente. Son intento de sofocar el aire requerido para el vuelo de la libertad individual.

Pares e impares, el pico y cédula se quedó como sistema universal de alternar la movilidad de los seres humanos. Cada uno introdujo en la cabeza el reflejo condicionado de consultar su número final, para así regular su derecho natural al uso del espacio público. Porque supermercados, bancos y otros lugares regateados, también son espacio público.

Con un agravante: las personas con cédula impar sufrieron por duplicado, pues desde mediados de 2020 ha habido cinco meses de 31 días. Y como a continuación del 31 sigue el primero, fueron penalizados dos días seguidos. De este castigo se libraron los de cédula par, quienes de este modo se convirtieron en ciudadanos de primera clase.
Incluso los desperdicios del consumo hogareño diario deben ahora vestirse de colores. Verde, blanco y negro son los nuevos tintes del tricolor desechable. La novedosa bandera se defiende con la invocación de facilitar el trabajo de los recicladores. Algo de eso habrá. Pero con mayor probabilidad estos marchantes de la noche habrían preferido recibir en efectivo lo que cuestan las bolsas variopintas en el mercado.
La pandemia ha sido ocasión para probar diversos mecanismos de control colectivo. Es posible que los gestos perdidos no perduren, que se pudran los tapetes, trapeadores, mascarillas, los espantosos vestidos antifluidos, las pistolas-termómetro. Pero hay peligro de que permanezca la manía de las disposiciones, la gana de someter y fiscalizar a los otros.

¿Quién descarta que estemos fraguando una sociedad de cumplidores compulsivos de minucias arbitrarias? ¿Cómo evitaremos llegar a un conglomerado de fisgones, que miren de arriba abajo a los demás para chillar de emoción acusatoria al menor rasgo de conducta independiente?