Fingir ser otro, enmascarar la verdad propia, ostentar inexistentes grandezas maquillando la necesidad que, por debajo, acucia y desdora fue la conducta del chapetón, ese antepasado nuestro que en busca de fortuna pasó a América como soldado, legista, aventurero, clérigo o cornudo junto a los Pizarro, Almagro o Benalcázar. No hay mejor imagen de este personaje que aquel hidalgo que atraviesa con patética soledad y miseria solemne las páginas del “Lazarillo de Tormes”. Es ese tieso figurón de espada al cinto y vacía faltriquera que se mantiene gracias al mendrugo que su criadito mendiga en las calles. Pero la pobreza infama al caballero y este se ve obligado a fingir que en su casa se come opíparamente, todos los días se oye hervir las ollas, un engaño, porque lo que tan ruidosamente bulle en los potes no es puchero alguno sino piedras.
En la España de los Austrias vivir conforme a las apariencias no era platonismo, constituía una manera de ser. Quien pisaba estas tierras soñaba con su Potosí, con su ínsula Barataria. Fantaseaba con un triunfal retorno cargado de títulos, dones y riquezas. Y para ello, había que arranchar los despojos al vencido, esforzarse más a lo Sancho que a lo don Quijote. “A tuerto y a derecho, nuestra casa hasta el techo” era, entonces, refrán reiterado en boca de oidores de Quito y Lima.
Eugenio Espejo, la mente más lúcida de nuestra Colonia, un mestizo por los cuatro costados, recurrió al enmascaramiento, trató de esconder su origen indígena tras el “Apéstegui y Perochena”. Y a la vez que enmascarado ofició de desenmascarador. Lo primero por su deseo de ocultarse tras una filiación prestada y por ese hábito suyo de actuar desde la sombra y el pseudónimo, “porque –como lo dijo él mismo- se ocultó lo más que pudo y así ha conseguido el arte de esconderse”. Lo segundo, lo de desenmascarador, fue oficio propio de él, tarea que la ejerció con provecho y descaro, pues, en palabras de suyas, él buscó con su crítica “quitar(les) la máscara a nuestros falsos sabios y hacer(les) que parecieran en su traje de su verdadera y natural ignorancia”.
¿Y qué decir de Juan Montalvo, otro “desfacedor de entuertos”, enmascarado y desenmascarador magnífico? El prurito del noble ancestro también lo subyugó: “Mi padre –dijo- fue inglés por la blancura, español por la gallardía de su persona física y moral”. Nada de blancuras, este ambateño tenía la tez cobriza de los habitantes del trópico con el aditamento de que su faz había sido torturada por las viruelas. Temeroso de que lo segregaran se sinceró: “Mi cara no es para pasearla en Nueva York”. Al igual que Espejo, a Montalvo le dominó la idéntica actitud de parecer distinto de lo que era, un hombre que por su sangre, su cultura, su país y su lengua fue un americano, el mestizo que no quiso ser, un mestizo “malgré lui”.