Miles de fragmentos pueden dar sentido a la vida. Suelen estar dispersos, sin encajar uno con otro, aparentemente desiguales, quizá absurdos hasta que el tiempo los ensambla como un todo que da libertad y confianza. Son los retazos que recogemos en el camino, que otras y otros -sin saberlo- van dejando como huellas imborrables. Son la viruta de las guitarras que reparaba mi abuela materna con sus manos, que recuerdo tan tersas mientras trenzaban mis rizos.
Son el temple y el carisma de mi abuela paterna, parada frente a esas cacerolas humeantes que unían a la familia porque evocaban los sabores que heredó del bisabuelo, el errante de la tierra de los cedros; son sus últimas caricias, cálidas sobre mis mejillas cuando me dijo adiós.
Son los pedazos que se desprendieron de la lucha de mi madre, en silencio, armada con la valentía que el cáncer no pudo arrebatarle. Son esos días, tumbada en su cama, en los que era más fuerte que nadie con el soporte infalible de mi padre a su lado. Son piezas de la vivacidad de mi hermana, de carácter determinante, palabra contundente. Y del sacrificio de mi hermano, quien se aventuró al exilio para ser nuestro sustento en momentos grises.
Están los rastros de las tías, tejiendo su destino a la distancia sin olvidar a los suyos, sin dejar de extender los brazos para mantenernos unidos. Se han forjado a sí mismas entre el llanto y el dolor de las cicatrices del agravio, entre la esperanza y sueños que parecen inalcanzables.
Son primas y amigas, mujeres de espíritu enérgico, defensoras de verdades innegables que con su ejemplo arrancan los vendajes de los estereotipos que impiden ver con claridad el camino. Y hay más, de paso fugaz pero marca profunda que por años he esbozado con letras.
Todas son impulso, todas son el grito que rompe los moldes predefinidos para resurgir auténticas, todas son un referente único en una vida hecha de preciados retazos. Es tiempo de esparcir otros retazos que den sentido a la vida de alguien más.