La longanimidad

En un video del pensador español Alex Rovira oí, creo que por primera vez, la palabra “longanimidad”. Significa “ánimo largo”, perseverante, persistente, el opuesto exacto del desánimo. Explorando más su significado, encontré dos variantes que me llevaron a esta reflexión.

La primera, que describo como pasiva y está presente en la expresión religiosa de la longanimidad, se refiere a la persistencia en la esperanza, a aquella paciente fe en que el destino, la bondad del universo, la voluntad divina o del caudillo se encargará, tarde o temprano, de iluminar a la mente atribulada, resolver el problema, traer paz al espíritu y comida al hambriento.

La segunda variante, la activa, se refiere más bien a la perseverancia en el esfuerzo, a la voluntad de seguir haciendo algo por resolver los propios problemas, por difíciles que resulten, simplemente, como lo plantea Vaclav Havel, porque es bueno, porque es lo correcto.

Nuestras sociedades andinas muestran una marcada tendencia a la longanimidad pasiva. Se oye decir con frecuencia que “alguien debería hacer algo” para resolver algún problema, pero luego, ahí estamos, longánimamente esperando que se resuelva. Un grupo de personas me comentaba hace unos días que cuando la política deje de ser corrupta, su sector de actividad va a funcionar muy bien. La política en nuestras sociedades es corrupta desde la colonia. ¿Están esas personas haciendo algo para que deje de serlo? No. Nada.

Existe algo de vigor en nuestras sociedades civiles -empresa privada, fundaciones, asociaciones, emprendimientos sociales- que evidencian la longanimidad del esfuerzo. Pero esta variante activa no es la más notoria. Domina la esperanza. “Es que así somos”, se oye decir a diario. “Es cultural”. Y esa desesperante pasividad nos mantiene sumidos en sociedades disfuncionales.
La longanimidad de la esperanza es la que aprovechan los caudillos sinvergüenzas: proponen que la lucha de clases es natural e inevitable, la estimulan, dicen ser los abanderados del pueblo, generan confrontación y caos y, cuando el fracaso ya no puede ser mayor, con frecuencia huyen con los bolsillos llenos.

Al contrario, la longanimidad del esfuerzo, que comienza con la autoformación, estimula el crecimiento personal, la madurez, la responsabilidad, la cooperación social con la cual el trabajo, el ahorro y la inversión generan, en conjunto, bienestar general.

Cabe preguntarnos si es posible mudarnos de la longanimidad de la esperanza a la del esfuerzo. Y la respuesta es, a mi juicio, un muy claro: ¡Sí! Cada uno de nosotros puede hacer algo para que las nuestras dejen de ser sociedades plagadas de comodidad en lo mediocre, lo incoherente, lo corrupto, lo ineficiente, lo no competitivo, lo abusivo, lo indolente, lo poco serio, la eterna esperanza carente de esfuerzo.