Latinoamérica produjo un personaje singular: el caudillo que encarnó a la autoridad y transformó al Estado en sistemática expresión de voluntad política personal.El Derecho, entendido por los liberales como herramienta de contención del poder, se trastrocó en lo contrario: en instrumento de dominación y vestuario del mando.
Los caudillos nacieron en sociedades habituadas al paternalismo y al sistema prebendario y prosperaron entre la ausencia de las instituciones.
Los caudillos fueron el ‘padrecito’, dadivoso, cuando quería, y cruel cuando había que amedrentar. Premio y castigo, sumisión o destierro, fueron las lógicas de sus gobiernos. Esos personajes fueron, y son, la manifestación de las tendencias de pueblos habituados a la mano dura y a los hombres fuertes. Son la expresión política de comunidades sumisas, vinculadas al caciquismo.
Caudillos ha habido desde los tiempos de formación de las repúblicas, si puede llamarse repúblicas a los feudos que quedaron, para disfrute de militares y mandones, después de la expulsión de los españoles. La mala copia de las instituciones norteamericanas y la degeneración de la democracia en tierras tropicales, produjeron esa suerte de “estados”, que, en realidad, eran reinos y grandes estancias, con propietarios y administradores, y con reglas del juego nacidas de la voluntad de poder, con usos que reemplazaron a las instituciones, con hombres de charreteras o de corbata. Con discursos y revoluciones.
La constante presencia de caudillos es la línea argumental de la historia continental.
La democracia ha sido, a veces, el argumento y el pretexto, las constituciones, el traje a la medida, y las instituciones, las grandes ausentes. Todos ellos han sido “estados de poder” y casi nunca “Estados de Derecho”. Es tan potente la tradición caudillista, y tan hondas las huellas que ha dejado en estas tierras, que América Latina, a partir de la experiencia histórica y sin necesidad de acudir a la imaginación, retrató, gracias al talento y a la valentía de sus intelectuales –cuando había intelectuales- un género literario característico: la novela del poder.
La literatura se convirtió en testimonio, y los novelistas, en sui géneris cronistas. Recuerdo a Roa Bastos, con Yo el Supremo; a Uslar Pietri, con Oficio de Difuntos; a Miguel Ángel Asturias, con El Señor Presidente; a Vargas Llosa, con la Fiesta del Chivo y a García Márquez, con El Otoño del Patriarca.
Falta el novelista del poder de Perón y sus sucesores. Y falta el que se atreva con Chávez y su delfín, demoledores de Venezuela, mandones arcaicos, sepultureros de la tradición de Bolívar.
Falta la exploración del poder carismático, del originario y del fabricado por la video política y la propaganda. Falta bastante más para entendernos.
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