Desde los orígenes de la política, el liderazgo ha sido materia de complejas caracterizaciones. Ya en la mitología griega, la función del líder aparece como determinante; desde una caracterización en la cual la conducción de los destinos humanos está entregada a la voluntad y al capricho de los dioses, a otra, más problemática, en la cual los humanos, carentes del cuidado divino, deberán gobernarse a sí mismos y seleccionar quién deberá ejercer la función de conducción y de gobierno. Desde entonces, la política estará fuertemente asociada a la necesidad del gobierno de agrupamientos humanos. En la filosofía política se aprecia con claridad esta deriva secularizadora; tanto para Platón como para Aristóteles, y más tarde para Maquiavelo, el estudio y caracterización del liderazgo será una preocupación fundamental y estará asociado a la idea del papel que el liderazgo cumple en la consecución del buen gobierno.
En todas estas formulaciones, más que describir los rasgos personalistas del líder, la preocupación central gira en torno a la definición de la forma política, al régimen político que debe adoptar la sociedad para conducirse adecuadamente. Es en ese contexto que se inserta la discusión de las características personales del líder. Si en Platón y Aristóteles la filosofía política asume una función normativa, la búsqueda de la mejor forma de gobierno, en Maquiavelo el estudio del liderazgo se vuelca a la descripción de la existencia de una voluntad de poder, la del príncipe, que debe enfrentar una condición de permanente desarreglo, de conflictos de difícil conducción, casi de inexistencia de sociedad e institucionalidad.
La discusión de las formas políticas que en Aristóteles es central (la monarquía, la aristocracia y la democracia, como gobierno de uno, de pocos o de muchos), pasa en Maquiavelo a ser descripción de las virtudes o facultades que deben adornar al líder para enfrentar la realidad política cambiante. Capacidad de centralización y mano fuerte cuando el contexto de desarreglo institucional lo requiera, visión estratégica que solo puede derivarse de un equipo que acopie el saber que la complejidad política lo exige, y distribución y delegación de poder, cuando las condiciones anteriores se hayan resuelto.
De estas formulaciones se deriva la caracterización de la institucionalización como democratización del poder. La exacerbación del personalismo del líder fuerte se vuelve central en ausencia de institucionalidad; éste vive del caos y se afirma en ausencia de normas o de reglas que puedan, de alguna manera, controlarlo. Esta caracterización nos es útil para entender la actual crisis de la institucionalidad política por la cual atraviesan de manera diferenciada las democracias contemporáneas. El Ecuador es a este respecto un interesante caso de estudio.
PLAUTO Latino / 254 aC – 184 aC Un proverbio, venido a propósito, es siempre muy fácil de entender.