Radio Fides de La Paz reportaba el 3 de julio, que “… el canciller de Bolivia David Choquehuanca, reveló en medios internacionales que Estados Unidos solicitó mediante su Embajada en La Paz la extradición del informático y ex agente de la CIA , Edward Snowden”.
La lacónica nota encierra un menudo entrevero que enreda a los servicios secretos de la primera potencia mundial con un avión presidencial latinoamericano proveniente de Moscú, atascado por 15 horas -con su Excelencia abordo- en un aeropuerto de Europa central; un prófugo agente de inteligencia informática acusado de traición en busca de refugio; un contrato para la explotación de gas natural suscrito entre los presidentes de la Federación Rusa y el del Estado Plurinacional de Bolivia, además de un posible nuevo libreto diplomático que aproxime a los países de la Alba con líderes rusos de la ex Unión Soviética.
Pero en el fondo, la nota, como cientos de otras publicadas por los principales medios, aborda el gran desafío que el mundo moderno aún no ha conseguido resolver: el viejo dilema de cómo una sociedad puede protegerse de manera efectiva del terrorismo, el crimen organizado u otros males similares, mientras preserva las libertades y los derechos fundamentales.
Desde el comienzo de la Era de la Ilustración en el siglo XVII esta interrogante ha preocupado a los más ilustres pensadores. Gigantes de la filosofía política como Thomas Hobbes, partidario de dotar poderes absolutos al Estado con el objeto de garantizar el orden y la seguridad, siempre amenazadas por los excesos de poder, o liberad que él representó por el Leviatán.
En oposición al pensamiento de Hobbes, John Locke defendía la libertad y los derechos de los individuos, manifestando su radical escepticismo sobre el latente poder opresivo del Estado.
Lo que desde hace casi 400 años está en juego en la agenda del debate político y filosófico, uno de los más importantes en toda la historia del pensamiento político, es la pregunta de cómo el Estado, creado por el consentimiento de los individuos, puede responder a los problemas del llamado “estado natural” en el que primaba la inseguridad, la falta de ley y la ausencia de un poder común.
Locke aceptó el planteamiento de Hobbes de que el Estado era el “mal necesario” para resolver los problemas del “estado natural”, pero a diferencia de este último se esforzó en diseñar los dispositivos legales e institucionales -división de poderes, principio de legalidad, Gobierno limitado- que hicieran posible la existencia del Estado con la libertad individual.
Esa tensión entre libertad y seguridad ha acompañado no sólo la historia del pensamiento político moderno, sino a la propia historia del Estado liberal-d emocrático moderno, donde no se termina de domesticar al Leviatán, el dios mortal (la Ley) bajo el Dios inmortal (de los valores éticos y morales universales).