Nunca han sido claros los límites entre laicismo y anticlericalismo, entre el Estado tolerante, sin religión oficial, respetuoso de la libertad de conciencia, y el Estado antirreligioso, militante, ateo. Las religiones, por su parte, han tenido siempre una connotación política, porque, al determinar la conciencia de sus feligreses, influyen en sus decisiones. El ciudadano no es un ente abstracto, vaciado de contenidos, máquina de votar en función de la propaganda. Es una persona con cargas culturales, con visiones y matices, con afectos, dotado de creencias, erosionado por escepticismos o refugiado en devociones.
Las religiones, en cualquier parte, y en especial en América Latina, tienen incuestionables dimensiones culturales. La arquitectura, la pintura, la escultura están penetradas de imágenes y creencias religiosas. La Escuela Quiteña es una expresión del catolicismos militante que constituyó uno de los fundamentos de la colonia española. Las iglesias y los conventos también lo son. Negar esto es disparate, o es sectarismo, o es ignorancia.
Anda por allí la idea de prohibir las manifestaciones externas de religiosidad, de desterrar procesiones y otras celebraciones, lo que obligaría a esconder parte importante de la cultura nacional, construida, se quiera o no, en torno a una religión dominante.
Ronda por allí la idea de meterse con la conciencia de la gente, de invadir la cultura, de reformar las costumbres, de imponer pautas de comportamiento y, quizá, de judicializar la moral.
Peligrosa tendencia, porque tras ella está una visión del poder que no reconoce límites, que confunde sus funciones, y que, al parecer, no valora la tolerancia como factor de convivencia, como ancla de la democracia, como razón de ser del Estado.
La libertad de conciencia y la independencia de Estado respecto de la Iglesia, fueron, sin duda, los temas más importantes de la Revolución Liberal –en lo que tuvo de liberal-El laicismo es, desde entonces, un valor que ha penetrado lenta pero irreversiblemente en los modos de ser nacionales.
La gente distingue ahora con claridad lo que es ser laico y tolerante, de lo que son las militancias y las propuestas anticlericales o ultramontanas.
La gente aprendió, a lo largo del siglo pasado, a respetar por igual a católicos, protestantes o agnósticos. En ese sentido, la sociedad se civilizó, y dejó atrás comportamientos inaceptables, bárbaros, como apedrear a los disidentes o a los herejes. O reprimir a los que van a las procesiones.
Pero esa civilización, en la cual el laicismo y la tolerancia valores son claves, puede ponerse en entredicho con las disparatadas ideas de prohibir manifestaciones religiosas, de invadir las devociones con reglas políticas, de hacer clandestinas las creencias. El disparate puede volverse polvorín y la novelería puede abrir otro foco de confrontación.
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