En un Estado en el que rigen leyes cuyos principios de justicia se fundamentan en el respeto a los derechos humanos siempre será discutible la persistencia de ciertas prácticas infamantes de juzgamiento y castigo que, por tradición, conservan aún algunos pueblos indígenas para reprimir el delito entre miembros de su comunidad.
Lo esencial de una ley es su universalidad, pues rige para todos por igual; su fundamento: el equilibro que debe haber en la administración de justicia. Y en el caso de la ley penal este precepto se resuelve en la equidad que debería existir en la aplicación de la pena en concordancia con la gravedad de la falta o el delito. De acuerdo con estos principios no debería haber grupos privilegiados que estén fuera de la norma general y que apliquen, por su cuenta, otro código invocando prácticas consuetudinarias, mayorazgos o patentes ancestrales, máxime cuando en dichas prácticas se cometen actos denigrantes tales como flagelamientos, azotes con ortiga, y baños de agua helada, en fin, torturas que se realizan en plaza pública y a la vista de toda una comunidad.
La actual Constitución del Ecuador reconoce que este es un país multicultural. Ello significa que el Estado ecuatoriano respeta las distintas formas de vida social que históricamente han caracterizado a aquellos pueblos originarios que, desde un tiempo inmemorial, han habitado y habitan en el territorio nacional. Son pueblos a los que les distinguen tradiciones propias expresadas en una lengua, costumbres e identidades particulares. Tal es el caso de pueblos como el quichua, el shuar, el cofán, el tsáchila, etc. Este sería el sustento legal que permitiría, al interior de ciertas comunidades, el ejercer, en determinados casos, una justicia propia, conforme a sus costumbres. Sin embargo, la justicia indígena, de raíz consuetudinaria, no puede estar por encima de aquellos principios mundialmente aceptados por la comunidad internacional y que constan en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, célebre documento que dio origen a las Naciones Unidas.
Esta obligación ética y legal de respetar la dignidad del ser humano se extiende a todo pueblo o nación cualesquiera sean su origen o cultura. Ello no impide entender las razones que rigen el universo propio de nuestros pueblos andinos, amazónicos y costeños en su genealogía emancipadora y en los que pervive una cosmovisión no cartesiana en las formas de entender y sentir el mundo, de festejar la vida y celebrar la muerte, de relacionarse con el ser humano y la naturaleza, de producir bienes de subsistencia, en fin, de ejercer métodos de poder que, en muchos casos, son contrapuestos a aquellos postulados que rigen una sociedad típicamente occidental guiada por categorías racionalistas en un proceso secular que data de la Ilustración.