Parece que la campaña de los borreguitos no salió como querían los publicistas de la Revolución Ciudadana. Sirvió, sin embargo, para mostrar, y volver indudable, lo que desde hace tiempo sabíamos: el discurso correísta no pasa de ser un mero ejercicio retórico que, invocando la nostalgia y el recuerdo de revoluciones fracasadas, trata de cubrir el vacío intelectual de un proyecto personalista, pensado para entregar el Estado en manos de una banda de aprovechadores.
Los borregos, los reales que se nos muestra siguiendo a la candidata presidencial, o los edulcorados de los dibujitos, nos remiten a la visión religiosa de las ovejas conducidas por un pastor depositario del dogma, cuya palabra guía y ante quien solo cabe la fidelidad.
Esto, aceptable en una religión que se explica a partir de la fe, solo tiene un sentido cuando se traslada a la política: renegar de la razón y matar la libertad, terminar con la crítica y la heterodoxia y convertir a la obediencia en la única actitud aceptable.
Y eso que llamamos izquierda, si se piensa como la propuesta de algo nuevo y no como la simple destrucción de lo que se ponga al frente, solo puede basarse en el ejercicio de la racionalidad, en la puesta en práctica de un pensamiento emancipatorio que, por su naturaleza, rechaza cualquier forma de sometimiento.
Por eso, los miembros confesos del rebaño correísta son todo lo contrario de lo que pregonan; su progresismo es solo el cascarón retórico de una mentalidad retardataria, el recurso para encubrir el miedo a pensar, el ejercicio de todas las formas posibles de la sumisión.
Si el pensamiento emancipatorio es hijo del racionalismo ilustrado, es claro que los orígenes de la Revolución Ciudadana están en otro lugar, aquél en el que la razón es innecesaria y peligrosa y la ilustración solo un trasto inútil, aquél que se alimenta de acomodos y oportunismos que matan la inteligencia.