En sentido amplio, crimen no es una palabra que se limita a la muerte de una persona. Se extiende a toda agresión, sea singularizada contra una persona, sea en plural contra un segmento político, racial, religioso, empresarial o laboral, de género o de creencia o pensamiento.
La intolerancia es la matriz de crímenes que se profundizan y multiplican, porque se pasa de la agresión verbal hasta la física. No sólo el que inicia o incita la agresión -usualmente por la tacha en las palabras a quienes quiera agredir- la ejecuta, sino que siempre habrá entornos que hagan las tareas de potenciar las agresiones que pueden llegar a no tener freno.
Por oposición, tolerancia es respeto. No significa allanarse a todo, no contradecir, no investigar, no sancionar.
La intolerancia tiene como caldo de cultivo la falta de transparencia. No interesa la realidad o la verdad de las cosas, que se distorsiona por el encubrimiento de los que se colocan bajo su protección, y por la persecución tratando de silenciar a los que no se le someten. La intolerancia usualmente es muy próxima a la corrupción, al encubrimiento y a la pillería de los que forman los entornos de los que la imponen.
El atentado contra Charlie Hebdo del 7 de enero del 2015, en París, fue expresión de intolerancia religiosa y política en que los ejecutores directos actuaron por fanatismo exacerbado por varios factores. También una advertencia de que puede repetirse en otros escenarios. Observarlo como un hecho aislado es imposible.
Reflexión indispensable es ¿cuánto -en entornos más cercanos- está actuándose con intolerancia?
Es evidente que en el Ecuador, la descalificación de los contradictores, desde el poder y contra este, se ha vuelto expresión cotidiana.
Nadie tiene supraautoridad ética -aun cuando haya leyes fabricadas con controladores, de cualquier denominación, y jueces sometidos- para convertirse en quien decidan los límites de la libertad de expresión conceptual y de opinión de otros.
La inquisición, siglos desde el XV hasta el XVIII, la época del “reinado del terror”, en Francia, del Comité de Salvación Pública y la República de la Virtud entre los años 1793 y 1794 siguientes a la Revolución Francesa, los regímenes fascistas, del nazismo y el stalinismo soviético, en el siglo XX, y el de Corea del Norte, son expresiones de intolerancia desde el poder, para perseguir a los no sometidos, encarcelarlos, humillarlos y hasta ejecutarlos.
Para que un Estado, una nación o un colectivo social no sean depredados por la intolerancia, esta debe sustituirse por el respeto desde el vocabulario, hasta en las acciones que se sigan.
Quien siembra vientos puede ser que en algún momento sea arrastrado por las tempestades que se formen.
León Roldós Aguilera / lroldos@elcomercio.org