Es perfectamente normal que un gobierno busque tener mayoría en la Legislatura. Diría, incluso, que eso es deseable. Por ello me parecen injustificadas las críticas que se han hecho en los días anteriores al 1 de agosto, cuando se ha censurado las gestiones de varios ministros para lograr que el candidato oficial continúe dirigiendo la Asamblea Nacional, aunque esa conducción hubiera sido cuestionable en varios aspectos.
Para gobernar hay que negociar, conversar, hacer concesiones, convenir agendas de trabajo, distribuir responsabilidades. Así funciona la democracia en la gran mayoría de los países. Está mal satanizar los acuerdos, los entendimientos, porque de esa manera solo se consagra la confrontación o se justifica el pacto por debajo. Gobierno y oposición deben ganar negociando, o saber perder.
Por eso me parece mal que los voceros del Gobierno digan que no conversan, que no negocian, descalificando sus propios esfuerzos legítimos, cuando está más que claro que sí lo hacen. Sus negativas levantan la sospecha de que prefieren arreglos bajo la mesa. El que con ello traten de poner distancia con la vieja política no es una justificación, porque en realidad, están repitiendo las conocidas viejas prácticas.
Pero lo más deplorable de esta última elección parlamentaria fue, una vez más, la actuación de los asambleístas ‘independientes’. Un puñado de ellos estuvieron embarcados en dimes y diretes por semanas, manteniendo la incertidumbre y creando falsas expectativas, cuando en realidad estaban “cotizándose” mejor para el día de la elección. Detrás de tanto misterio, lo que había es negocio y cálculo.
Es una lástima que una de las peores lacras de nuestra política no haya cambiado nada. La elección parlamentaria, una vez más, no se definió ni por posturas ideológicas ni por disciplina orgánica, sino por decisiones de última hora de un puñado de mercachifles que votaron por conveniencia y no por convicción. No importan las “razones” con las que intentaron justificar su actitud. Fueron, como siempre, cínicas, ambiguas y hasta diría antiestéticas.
Respeto de los legisladores que tienen posturas firmes, sean del Gobierno o de la oposición. En ambos lados hay gente decente que nunca se cambia de bando, aunque le ofrezcan el oro y el moro. Eso no es nada fácil, sobre todo cuando ven de cerca y a cada rato a esos que actúan de diversa manera y sacan provecho de ello. Ni siquiera tienen consecuencia y se van de una vez con el Gobierno o con los otros. Saben que sus votos pueden ser decisorios y le sacan provecho a cada coyuntura. Como decía un diputado del alquiler que tenía Febres Cordero: “Mejor es cobrar por sesión”.
Se reputa un mérito ser “independiente”. Pero la verdad es que, salvo uno pocos casos justificados, esa es la peor forma de hacer política.