Alguna vez escuché a Juan Rulfo decir que la literatura es una bella mentira que nos acerca a la verdad. Lo recuerdo ahora, porque una ficción literaria llevada al cine (una “mentira”) me ofrece una luz para entender lo que ocurre entre nosotros.
Se trata de “La duda” (2008), filme escrito y dirigido por John Patrick Shanley, que nos ubica en una parroquia del Bronx, en 1964, cuando el padre Flynn (Seymour Hoffman), un sacerdote influido por el espíritu del Concilio que se está celebrando en Roma, trata de cambiar la severa disciplina que mantiene la directora de una escuela secundaria, la hermana Aloysius (Meryl Streep), cuya única concesión ha consistido en aceptar a Donald Miller, un alumno negro que es constante objeto de las burlas de sus compañeros blancos.
La hermana James (Amy Adams), informa a su superiora que ha observado una extraña actitud del padre Flynn respecto a Donald. Sin más fundamento, la hermana Aloysius acusa al sacerdote, en presencia de la hermana James, de haber llevado al muchacho a una “relación impropia”. Aunque el padre Flynn dice que se trata de un asunto privado, debido a la insistencia de la hermana Aloysius se siente obligado a explicar que Donald fue sorprendido cuando bebía el vino para consagrar. Agrega que le ha disculpado su falta a fin de protegerle de sus compañeros y mantenerle en el grupo de monaguillos, prometiéndole guardar reserva sobre estos hechos.
Nunca se llega a saber la verdad de lo ocurrido entre el sacerdote y el muchacho. Sin embargo, después de una secuencia de enorme intensidad que presenta una discusión frontal entre la acusadora y el acusado, éste pide a su obispo que le traslade a otra parroquia. Se despide de su feligresía con una misa, y pronuncia un sermón sobre la maledicencia. Después de aquel sermón, las monjas se reúnen en el jardín de la escuela. La hermana Aloysius confiesa que mintió al decir que una monja de otra parroquia donde el padre Flynn estuvo anteriormente le había confirmado sus sospechas de pedofilia, y por fin rompe en llanto y le dice a la hermana James: “Tengo dudas”.
Toda esta historia descansa en la ambigüedad. La joven monja, aunque ve en su superiora el modelo de la rectilínea conducta que debe tener una monja, siente simpatía por el espíritu innovador del padre Flynn pero está desconcertada por las consecuencias de una sospecha alimentada por la prejuiciada interpretación de engañosas apariencias. Su espíritu de sincera religiosidad es también agitado por la duda, porque el conflicto suscitado le ha llevado a desconfiar de quienes, por su saber, su experiencia y su autoridad, deberían ser para ella un referente seguro.
Nada envenena tanto las relaciones al interior de una comunidad como la duda que engendra desconfianza, y más todavía cuando su causa está en el comportamiento de quienes encubren con un manto de virtud los prejuicios que oscurecen la verdad. Cuando así ocurre y todos dudan de todos, la legitimidad desaparece y la comunidad, víctima del desconcierto, se destruye a sí misma.