Hay seres que subsisten a gusto en su pequeño mundo de irracionalidad. Lo hacen sumidos en limitaciones intelectuales – y por ende letradas – que los mantienen marginados de la realidad. No habría mayor inconveniente si lo hiciesen sin que sus restricciones trasciendan hacia la sociedad. El problema y sus consecuencias son relevantes cuando propagan y difunden su medianía.
Nos referimos a los “gaznápiros”. El Diccionario de la lengua española (RAE, Edición del Tricentenario) los define como palurdos, simplones, torpes, que se quedan embobados con cualquier cosa. Lo usaremos como sustantivo. J. Coromines (Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana) sostiene que el origen del término se remonta a los soldados – los Tercios – españoles en Flandes, que formaron la palabra con los vocablos neerlandeses “gesnapp” (parloteo) y “snapper” (charlatán).
El gaznápiro es un “ente” identificado en distintos países de habla española con sinónimos tales como “boludo” en Argentina, “pendejo” en México, “gilipollas” o “subnormal” en España, y “cojudo” en Ecuador. La mera simpleza en entendimiento, o ineptitud para comprender los elementos involucrados en hechos o actos, la complementa el gaznápiro con el éxtasis y la enajenación en que incurre frente a los acontecimientos a su rededor. Al fusionarse esas facetas, nuestro personaje se convierte en “tonto de remate” o “tonto de atar”, llamado a encierro.
Los sectores gaznápiros (adjetivo calificativo) de un conglomerado humano manifiestan su “cualidad” con escaso razonar del entorno. Viene a la memoria el cuento español de Perico Argumales. El tonto del pueblo que al divisar un pobre que mataba piojos en la esquina, le deseó “muchos y gordos y cientos cada año”. El indigente reaccionó y dio a Perico merecida zurra. Pues bien, el gaznápiro de Argumales se asemeja a quienes desean prosperidad a los fragmentos paupérrimos de la sociedad, mezquinándoles lo indispensable para su subsistencia, pero exigiendo “sacrificios” que ellos mismos no están dispuestos a hacerlos.