El complejo legado de la década correísta es difícil de olvidar y, en sus aspectos positivos y negativos, difícil de superar. No me refiero únicamente al legado material, esa obra pública que puede encontrarse en todo el país, muchas con imperfecciones y con sospechas de sobreprecio pero que están allí como un recordatorio permanente de una época de bonanza económica.
Tampoco me refiero a los cambios normativos de una Constitución que, con todos los errores, introdujo modificaciones que son -para bien o para mal- un referente internacional, como el haber declarado a la naturaleza sujeto de derechos.
Cuando pienso el legado tampoco estoy pensando en el enorme aparato institucional, con nuevos nombres y funciones, al servicio del proyecto político, que se organizó para mantener el poder, que sirvió de instrumento para castigar la disidencia, unificar el discurso, desalentar la crítica y premiar al condescendiente, mirando a otro lado en la década del dispendio.
Me refiero a esa suerte de cultura de “sabatina” que se ha instalado en el debate público a partir de los enlaces nacionales, 523 en total, trasmitidos durante 10 años con un promedio de cuatro horas semanales. A nivel oficial se los describían como el “referente mediático y fundamental para la opinión pública”, cuando en realidad era propaganda disfrazada de rendición de cuentas.
Desde ese lugar se construía la política, el discurso y la acción pública. Se lo usaba para gobernar, premiar, castigar y adoctrinar; una suerte de púlpito moderno desde el que se difundían las certezas oficiales llenas de medias verdades en las que se ocultaban grandes mentiras. En cada sabatina se polarizaba el discurso, era el espacio donde el maniqueísmo reinaba, el “blanco o negro” era el telón de fondo, allí todo se simplificaba o exageraba. Correa pontificaba sin réplica o responsabilidad en esta suerte de púlpito supuestamente laico, desde donde podía decir cualquier cosa y sus palabras se elevaban a dogma, todo gracias al aparato de comunicación correísta, al silenciamiento de la crítica y a la falta de contrastación de sus afirmaciones. Este era un espacio repleto de símbolos, palabras, gestos, desde allí se negó al otro, al que piensa distinto, convirtiendo a la descalificación personal y al insultó en la antítesis del pluralismo y la diversidad.
Desde los enlaces nacionales se ejerció una peligrosa pedagogía antidemocrática, difícil de olvidar, allí se exacerbaron los aspectos más negativos de la convivencia social y la práctica política, convirtiendo a los prejuicios en guía para la acción, a la ideología de un grupo en verdad absoluta y al mismo tiempo se disfrazó el odio y el resentimiento con la máscara de la pasión.
Entre los muchos pendientes que tiene el país, uno de los más urgentes, es desmontar esta cultura de sabatina para que podamos promover un debate verdaderamente democrático, que se base en razones y el respeto a la diversidad y pluralidad de la sociedad ecuatoriana.