La amenaza de la violencia se cierne en el país. Lo sucedido en octubre del 2019 es considerado por muchas personas como una expresión legítima del descontento social, protegida por el derecho a la libre expresión, a manifestarse y a protestar. Protesta social en la que ciertas formas de manifestación son usuales: salir a las calles, cortar la circulación, realizar pintas en las paredes, etc.; formas para dar voz a los “sin voz”, aquellos que no tienen acceso a los grandes medios o espacios similares, quienes logran hacerse escuchar por medio de una acción colectiva, masiva, sonora, molesta para algunos, o disruptiva, como le llaman ahora.
Del otro lado se encuentran quienes miran octubre desde los excesos, desde las acciones vandálicas, delincuenciales, violentas, con un intento de golpe Estado de por medio, hechos que no han sido respondidos de forma adecuada y ahora muchos piensan que la autodefensa es un camino legítimo.
Es claro, cuando quienes tienen la responsabilidad institucional de investigar los excesos, juzgarlos y sancionarlos (sin importar quien los haya cometido) no lo hacen, se abre la puerta a nuevos abusos. Ejemplo paradigmático es el incendio del edificio de la Contraloría, una acción que claramente no puede ser considerada como una forma de protesta por el derecho, sobre el cual un año más tarde no existe claridad de lo sucedido, si bien existen explicaciones que han instalado la teoría de que fue el propio gobierno el que lo provocó o lo consideran una obra de infiltrados que buscaban provocar el caos. A todo el país, pero en especial al régimen y a los líderes de las protestas (que sostienen no tener relación con ese evento) debería interesarles que se sepa la verdad. Pero las instituciones responsables de investigar y acusar (sean de quienes protestaban o de quienes resguardaban el orden), guardan silencio, lo que da origen a una sensación de impunidad y de desprotección.
La impunidad es un incentivo para que otros actúen igual, parecería que no pasa nada si se causan daños por la represión o en la protesta, al menos nada evidente, aunque el daño es para todos porque se promueve la desconfianza en las formas institucionales de respuesta a los abusos. El derecho, el Estado, deja de ser quien evita los excesos, pronto muchos se sienten tentados a encontrar respuestas por fuera de los marcos que establece la Constitución que puede no gustar, pero que contiene las reglas de este Estado para asegurar las condiciones para que la ciudadanía se exprese, proteste, se manifieste; el mismo Estado debe asegurar que no se den excesos en el control de la protesta y debe juzgar a todos los que abusan, violentan o destruyen. Parece que los responsables han decidido dejar hacer, dejar pasar y que optaron por el mal menor, pero hay que recordar la frase de Hannah Arendt: “Los que eligen el mal menor olvidan muy rápidamente que eligieron el mal”.