Elogio del ocio

Condenados a ganarnos el pan con el sudor de la frente, hicimos del trabajo la razón de ser de la vida, el ícono al que deben rendirse todos los esfuerzos, el dios a quien sacrificar los buenos años de la existencia.

A aquella bíblica condena, la cultura occidental transformó en el valor supremo, en el argumento esencial, en la razón de ser. Paralelamente, el ocio adquirió ribetes malignos, casi pecaminosos, y quienes ejercieron el culto al descanso quedaron marcados por el descrédito y la sospecha. Así, vagos y vagabundos incurrieron en delito y, desde siempre, fueron vistos como seres a quienes había que tolerar, cuando no perseguir con la Policía o, al menos, con el descrédito. Pero hace algún tiempo ya empezó a valorarse el ocio. Tan “subversiva” conspiración contra el rigor puritano de los enfermos del trabajo, se encubrió, primero, bajo el discreto encanto de las vacaciones a la antigua, en el barrio o en la finca, y se promovió, después, con la enorme industria de la distracción, los deportes y del turismo. Se limitaron paulatinamente las jornadas, y se creó la cultura del recreo, que comienza a derrotar a los dogmáticos del trabajo eterno.
La sociedad actual, poco a poco, está devolviendo al trabajo la condición de instrumento para vivir y no de última razón para existir, al punto que aquello de doblar la testuz en infinitas jornadas en pro de un salario, empieza a verse, ya no como virtud franciscana, sino como ejercicio inevitable para ganarse unas monedas, y también para irse de vacaciones y alcanzar el tiempo feliz, siempre hipotético y distante, de “hacer lo que me gusta”, tirarme a la bartola, pasear con el perro, o leer el libro siempre postergado.
Sin llegar a los extremos de la rebelión contra el trabajo -y asumiendo que el drama del desempleo es de los peores que enfrenta ese sujeto ilusionado, activo, pero siempre inerme, que es el hombre-, hay que admitir que el “sentido del ocio” es un refinamiento que no todos tienen; que hay quienes, en ausencia de la labor impuesta, en vacaciones elegidas o forzadas, se sienten “como diablo en botella”, no se hallan, se aburren, maldicen y denigran del feriado. Ellos solo se reconocen en el taller o en la oficina; sus hobbies son la tarea de siempre, el corre-corre de cada día; los tiempos vacíos les abruman porque no saben llenarlos, no tienen la habilidad aquella de soñar, divagar, escribir o leer. No saben viajar ni descubrir nada nuevo en la aventura de salir de la rutina, romper las reglas y desordenar los horarios.
El ocio es, paradójicamente, la razón de ser de las largas jornadas de trabajo, porque, en el fondo, a lo que aspiramos casi todos es a irnos de vacaciones, terminar el día, concluir los rigores laborales y enfrentar con ilusión aquello de descansar. Defender los espacios de ocio, ¿no será parte de la lucha por la dignidad?