Cada vez que un sismo ocurre, un volcán da muestras de reactivación o la fuerza de las lluvias provoca crecidas de ríos o deslaves en carreteras repetimos el discurso de que Ecuador está ubicado en el llamado Cinturón de Fuego del Pacífico y que, por eso, el territorio es propenso a sufrir desastres naturales.
En esos momentos, escuelas, empresas e instituciones reactivan sus ejercicios de evacuación y proliferan los mensajes que recomiendan tener siempre a mano una mochila de emergencia, un botiquín de primeros auxilios, acordar con la familia rutas de escape del hogar y lugares de encuentro en caso de necesidad.
Pasado ese furor instantáneo, sin embargo, como ocurre en muchas de las cosas que se hacen en el país, estas acciones de prevención las olvidamos en lo más profundo de nuestra mente.
Lo mismo sucede con el tema constructivo. Inmediatamente después de un sismo, un aluvión o un deslave, las autoridades prometen que harán cumplir las normas constructivas, que no se permitirá edificar casas en zonas de riesgo y que se efectuarán obras de mitigación en donde corresponda.
Una vez que la emergencia o desastre deja de ser noticia, todas esas promesas parecen quedar en el olvido, hasta que un nuevo evento sísmico, volcánico o telúrico nos vuelve a despertar de esa especie de letargo en el que vivimos.
El tema de prevención de riesgos no funciona de esa manera. No sirve que nos pongamos alerta cuando los hechos ocurren, porque para entonces es muy tarde.
Parecería que no hemos aprendido las lecciones que nos ha dado la naturaleza. A seis años del terremoto de Manabí y Esmeraldas, aún existen personas que ni siquiera han recibido la ayuda que el Estado les prometió tras el desastre.
Deberíamos reflejarnos en la experiencia de países que han hecho de la prevención parte de su cultura. Por ejemplo Japón; otro es Chile, azotado como nosotros frecuentemente por sismos, pero que ha logrado disminuir los efectos de los desastres con base en una política sólida que es cumplida por sus habitantes.