No son nada halagüeñas las noticias recientes sobre el atentado al periodista Lenin Artieda de Ecuavisa, ni los intentos en contra de comunicadores de otros dos canales de televisión. Estos hechos no son solamente un ataque a los medios de comunicación, sino a la democracia misma.
La libertad de expresión y de prensa son unos de los valores fundamentales para la convivencia republicana. Los medios de cualquier naturaleza: comunitarias, partidistas, los tradicionales, cualquiera que sea su origen, son necesarios para la vida democrática. Dar a conocer sus opiniones, la publicación de sus investigaciones, la defensa de una posición desde la razón serán siempre encomiables y necesarias. Y sobre todo, hay que defenderlas.
El hecho de que la violencia y la inseguridad lleguen a los medios de comunicación es un paso más en el terror que grupos criminales pretenden imponer en el país. Usan el miedo como la forma de someter a la población a su voluntad para actuar con mayor impunidad e imponer el silencio de las mayorías.
Estos son, a la vez, ataques a la palabra de las personas o de grupos. Y la palabra es el bien más preciado de la humanidad. Sin la palabra no hay pensamiento, lo que nos diferencia de los animales.
La historia reciente de América Latina ha tenido muchos casos de cuando se ataca a periodistas, la crisis ha llegado a extremos de los que son difíciles de salir. Colombia lo supo bien durante el terror que generó Pablo Escobar. Y uno de los objetivos fue atacar a los diarios, sobre todo a El Espectador.
En México, los asesinatos de periodistas que investigan al narcotráfico son mensuales. El año pasado, la violencia se cobró la vida de 15 comunicadores.
No es insensibilidad con la muerte de tantos ecuatorianos, de las víctimas colaterales. Se informa y se condena estos y otros atentados con la misma medida. Ocurre, sin embargo, que cuando ya se ataca a la prensa es porque buscan de todas las maneras posibles un silencio. La ignorancia de un hecho es su mejor arma.