Hace poco más de una semana, C. llegó con un regalo para mí: una caja de pastillas. ¿Para qué?, le pregunté. Y con una amplia sonrisa me contestó: para el dolor ajeno. No terminé de invitarle a pasar y ya estábamos viendo un mini documental sobre la campaña ‘Pastillas contra el dolor ajeno’; yo lo veía y pensaba que eso es justo lo que hace falta que nos duela a quienes vivimos en este país.
Ahora escribo acostada en una cama, sintiendo una leve molestia abdominal; a mi lado reposa el arsenal de pastillas correspondiente, por si me llegase a doler algo. Otras personas ni pueden soñar con tener una aspirina; por esta razón Médicos Sin Fronteras inició una campaña en la cual gente sana compra pastillas –que en realidad son mentas– y con eso financia el tratamiento de malaria, tuberculosis, enfermedad del sueño, kala zar, sida pediátrico y el mal de Chagas, en países paupérrimos.
Yendo un poco más allá de la campaña de Médicos Sin Fronteras, en lugar de quedarme en blanco mirando al techo durante el breve lapso de recuperación, me pregunto cómo sería el Ecuador si nos importara, aunque sea un poquito, lo que les pasa a los demás, lo que les duele, lo que les hace la vida amarga.
Lo primero que se me ocurre es que no seríamos corruptos, porque estaríamos muy atentos de a quién perjudicaríamos con nuestra viveza criolla, y terminaríamos por desistir de ‘beneficiarnos’ a costa del dolor ajeno.
Cuántas vidas se podrían salvar o mejorar si el dinero del Estado destinado a salud, por ejemplo, se invirtiera, no digamos que brillantemente sino correctamente. Nada más.
Pero no es solo cuestión de platas, sino de voluntad (y de tener sangre en la cara). Porque puede que usted sea un burócrata honrado, pero que en cambio sea muy negligente e indolente, y no le importe un pepino que tal o cual trámite se retrase o que la famosa ley ya aprobada no se aplique porque a usted le falta poner un sello o solo ponerla en marcha. Hay gente que sufre por eso –es decir, por culpa suya–¿sabía?
Si tan solo los señores asambleístas estuvieran conscientes del daño que ocasionan a millones de personas con sus ausencias mañosas (“el que nada hace, nada teme”, llegó a decir hace pocas semanas alguna madre de la patria justificando su ‘salida al baño’); con sus votos vendidos y comprados; con su quemimportismo; con sus mezquinos cálculos políticos… Si tan solo les importara nuestro dolor, es decir, el dolor ajeno, otro sería el cantar.
Hipocondríaca confesa, como único método para curarme de la mala costumbre de mirarme el ombligo, he decidido que me duela el dolor ajeno (y ojalá mi dolencia se vuelva incurable). Ustedes también se pueden animar a aliviarle una pena, un dolor o una necesidad a alguien, no tiene contraindicaciones y se siente riquísimo.