Hoy más que ayer retumban por doquier los discursos del odio emitidos desde la cúpula de un poder intransigente y sectario, agria retórica a la que nunca nos acostumbraremos. Invectivas que intimidan y degradan a grupos o a individuos que ostentan identidades propias de carácter étnico, social o político y a quienes se los hostiga por razones de nacionalidad, religión, ideología u orientación sexual. Son discursos cargados de desprecio y burla que incitan a la exclusión por la simple razón de pensar, vivir y creer de manera diferente.
Hay nuevas voces que alientan la xenofobia, el antisemitismo, la homofobia y tantas otras conductas por las cuales se demuestra prevención y hostilidad frente a aquel que pertenece a otra cultura, que no reza al mismo dios, que aplaude a otro líder. La historia de la humanidad paradójicamente está repleta de inhumanidad. En toda civilización late el germen de su propia barbarie.
El odio siempre ha existido entre los seres humanos y así como el amar, el odiar es parte de su naturaleza. En el texto bíblico, como en tantos relatos de origen, no falta Caín, aquel personaje a quien la envidia lo carcome, esa levadura del rencor que le conduce a abominar al hermano hasta llegar a suprimirlo. No faltará el maleante furtivo que echará la cizaña en el campo recién sembrado de trigo. El odio es la venganza del resentido, aquel que se siente impotente y desplazado por otro que le hace sentir inferior.
Cuando el discurso del odio es reiterado y agrandado por las pantallas del poder político se convierte en esa táctica comunicacional a la que recurren caudillos autocráticos. Truco de mago cuyo fin no es otro que forjar el enemigo necesario, extraer del sombrero al abominable antagonista que todo poder atemorizado requiere para convencer a sus seguidores que está librando batallas contra las oscuras fuerzas de la anti-patria, ese adversario al que todos los males le son atribuidos y que, en buena lógica maquiavélica para quien lo inventa, llega a ser indispensable para dirigir hacia él las antipatías populares y, por el contario, movilizar adhesiones a favor suyo.
Mensaje simplista y falaz que la masa (ese ente gregario y no pensante) lo recibe, rumia y repite convertida en rebaño de autómatas. Tal es el “triunfo” de las “revoluciones” de este mal nacido siglo XXI: la división de la sociedad, el desprecio al disidente, el forzado aplauso de los servidores palaciegos, la degradación de la persona humana. Ver las cosas así y reflexionar sobre ellas nos llevará a decodificar la estrategia de aquellos falsos redentores que saben ser buenos actores, pues si un día se chantan la sonreída máscara de la comedia y recitan simpáticos parlamentos en defensa de la democracia, otro día lucen el abominable gesto de lo trágico y declaman el monólogo del rencor y el resentimiento contra aquellos que, en palabras de Juan Montalvo, se atrevieron a gritar: “tirano, yo no soy de los tuyos”.