Todos los días a todas horas nos reportan sobre muertes violentas en Ucrania, México, Colombia. Ahora el conteo también es nacional, muertes a quemarropa todos los días, todos. Los medios de comunicación, siempre inmediatistas -así venden más y mejor- no dejan pasar una. Sin embargo existen desapariciones menos notorias, más lentas en tiempo, más remotas y menos visibles. Estas ocurren en regiones del mundo de menor densidad, lejos de ciudades pobladas y que resultan interesantes bocados de ingreso rápido para los gobiernos de turno. Hablo de uno de los múltiples casos: Sápmi, una gran extensión de tierras en el Artico, habitada por los samis, región que se extiende más allá de las fronteras nacionales de Noruega, Suecia, Finlandia y parte de Rusia.
Los indígenas sami viven del pastoreo de renos; en el 2015 Noruega estableció cuotas para que se realicen matanzas masivas de estos animales en sus territorios. Sus habitantes sufrieron enormes pérdidas; ellos que habían construido en el Ártico europeo una cultura propia, que cuidan estos territorios en peligro de calentamiento global cuatro veces más rápido que en el resto del globo, ellos que saben vivir y trabajar colectivamente. Nada funciona sin el otro de apoyo. Aunque los gobiernos lo quieran ocultar tildándolos de salvajes a sus humanos y vacías sus tierras, ni lo uno ni lo otro. En Finlandia, el gobierno echa mano de las tierras indiscriminadamente, las vende.
Cómo llegó a mis manos esta alerta roja? Por los caminos del arte, ni más ni menos. La 59 Bienal de Venecia -por abrirse en pocos días- ha realizado una movida política de gran alcance. El pabellón Nórdico se ha convertido en el pabellón Sami y se ha dado cabida a tres artistas quienes desde diferentes miradas y lugares sami denuncian la opresión colonial y la discriminación de estos pueblos: Pauliina Feodoroff, Máret Anne Sara y Anders Sunna. Suena familiar, aplíquese esto a los inmensos territorios amazónicos, ni salvajes, ni vacíos.