Leer nos es natural; como si el alfabeto y donde se asientan miles de millones de escritos de diverso orden hubiesen estado siempre entre nosotros. Olvidamos el largo proceso desde la cultura oral al invento de la escritura en tablillas de arcilla y los ligeros, aunque incómodos, papiros. Irene Vallejo, maravillosa escritora, nos lo recuerda en “El infinito en un junco”, una publicación sobre la invención de los libros en el mundo antiguo y su relación con su propia vida y las nuestras. Nos acerca sin sentirlo a la biblioteca de Alejandría en Egipto, ciudad-faro de arribo de barcos y de ideas, ambos navegando inciertos con la expansión del mundo griego bajo la égida del Magno Alejandro. Escribir y leer se convertiría en privilegio de pocos hombres. “Asentar” ideas, leyes, recetas, validaba el conocimiento de unos -y añado- dejaba en la penumbra el saber de otros, los más débiles. La oralidad -especial don femenino- llenaba la cesta de lo “incivilizado”.
Sin conocimiento, sin la traslación de ideas y saberes, las conquistas quedarían en miles de anónimos muertos y tierras arrasadas. Esto lo sabían de memoria griegos y romanos. Y así se multiplicaban frenéticamente las copias de copias de los escritos de Homero, Safo o Herodoto. Así mismo sucedió con las primeras versiones de la biblia, cuando en el siglo IV Europa dejo de ser “pagana” para seguir a Cristo. Y el teléfono dañado reproducía dónde y cómo podía ideas filosóficas, descubrimientos médicos y astrológicos. Alguno que otro se corregía en su camino a las grandes bibliotecas, sagrados espacios que con la Roma de termas y baños también se convirtieron en parte del ocio y deleite. Estos lugares bibliófilos fueron en su momento el reducto de triunfos de guerra. Oficializaron lo que el poder civilizatorio deseaba divulgar.
Así, los secretos transmitidos por labios amorosos fueron quedando en el olvido…¿Otorgaremos algún día el mismo derecho a escuchar lo que aún musitan millones que no escriben ni leen, pero cuentan sabiamente?