Opinar no es solo un derecho. Es un deber. Una obligación. Es un deber decir lo que uno siente y piensa frente al dolor de los demás, frente a la impunidad, frente a leyes que no se cumplen o frente a la demagogia. Es un deber ciudadano señalar errores para que, quienes tienen el poder, los puedan corregir. Es un deber pedir cuentas, exigir transparencia, continuidad en buenas políticas o cambios, cuando parece que no lo son tanto. Es un deber estar inconformes, pedir justicia, exigir garantías y pelear por el respeto a los derechos (humanos y de la naturaleza).
Es un deber denunciar la injusticia o los atropellos o las mentiras. Es un deber aplaudir cuando hay motivos para aplaudir. Es un deber cuestionar, cuando hay que cuestionar. Es un deber trabajar por un país mejor o al menos, intentarlo. Es un deber develar las trampas de la política, el no poder del poder, la corrupción, los abusos, la discriminación o el malestar de una sociedad.
Es un deber tener ideas. Y defenderlas. Tener posiciones y argumentos. Discutirlas. Debatir. Conciliar. Buscar acuerdos. Trabajar los consensos. Es un deber discernir, disentir, preguntarse, inquietarse, no comer cuento, estar atentos, tener rabia, impotencia, dolor o alegría, sentir indignación, guiñar el ojo, soñar, crear, trabajar en lo que uno cree, construir, aportar, dar alertas, compartir, asumir retos, querer cambios, proponer, vigilar procesos, procurar el bien común sobre los intereses individuales.
Lo contrario es la indiferencia. Es mirar a otro lado. Es no inmutarse, ni por lo bueno ni por lo malo. Lo contrario es no tener ninguna responsabilidad, ni con uno mismo ni con la sociedad ni tampoco con el futuro. La indiferencia riñe con la posibilidad de crecer como ciudadanos, de participar en democracia, de construir un país mejor. Si da igual, si no opino, si no me inmuto con la violencia, si no me hace ni mella la miseria, si no me irrita la injusticia, si no me río de las promesas incumplidas o de las perlas de la retórica, es, o que no me importa o que he muerto. La paz y el silencio, decía mi padre, solo en los cementerios…
La opinión es un deber. Un compromiso. Una batalla interior diaria contra el conformismo, la apatía, el desencanto, el quemeimportismo y la comodidad. El derecho lo tienen los lectores (o los oyentes o los televidentes). El derecho de comprar o no periódicos, libros, películas. El derecho a leer o no a los columnistas, a los reporteros, a los novelistas, a los poetas, que relaten “en escenarios reales, ficticios o fantásticos”. El derecho a ver o no televisión, noticias, crónicas rojas y amarillas y verdes, propagandas o culebrones. El derecho de informarse o no, de coincidir o discrepar, e incluso insultar, es de ustedes.