Conocernos y legislar
Insenescencia, del mismo origen de senectud, es palabra preciosa de forma y significado: ‘cualidad de lo que no envejece’; niega la senectud, ese ‘período de la vida humana que sigue a la madurez’.
Recordé, al leerla, el capítulo de los atributos de Dios, al que se refería el padre Cruz, querido maestro de filosofía, al afirmar que solo se puede hablar de Dios negativamente, tal es su grandeza, y tal, la limitación de la palabra humana. Dios es incausado, inmenso, infinito, inmutable, intemporal y, en rigor, incomprehensible, términos negativos, pues señalan que no tiene causa, ni medida, ni término, ni mutación, ni tiempo, ni limitaciones y que, de tan alto, no puede ser alcanzado por la mente humana. Ninguno de nuestros conceptos puede abarcarlo.
Si para ‘definir’ a Dios hemos de ‘absolutizar’ por negación, expresiones humanas, tales enunciados son vanidosos y deleznables aplicados a nuestra realidad contingente, pasajera: amor eterno, recuerdo perpetuo, reelección indefinida, deseo insoslayable, opinión o criterio inapelables, verdad irrefutable, discurso infalible. Quien se atribuye a sí mismo, a las circunstancias y a las cosas, cualidades imposibles de alcanzar para nuestra contingente naturaleza, desnaturaliza su condición. Aspiramos a vivir o sentir lo que no existe, exacerbamos la lengua hasta jurar nuestra inmortalidad… Somos la afirmación de la negación, porque, siendo finitos, nos presumimos infinitos.
‘Reelección indefinida’. Dos conceptos que se niegan uno al otro; ‘reelección’ supone voluntad reiterada de los electores ¡ay, tan humanos, que lo único cierto es su posibilidad de equívoco, su mutabilidad! Elegir exige opinar: la opinión está sujeta a tiempo y espacio, a circunstancias imposibles de ser regidas por nuestra pobre voluntad. Si, además, se trata de reelección indefinida, quien aspira a ella, si es responsable, se ‘condena’ a actuar hacia los otros de modo tan magistral que merezca la disponibilidad sin tregua de los electores, aunque, en medio de una ineludible voluntad de hacer lo mejor, tropiece con su propia debilidad y pequeñez. Por indefinida que sea la reelección, un día no lejano tendrá fin. Legislar a favor de lo indefinido es inhumano: priva de límites ciertos a lo que hacemos, a nuestra equívoca capacidad de acierto, y envuelve la voluntad de quien aspira a ella, en el abrigo de una perecedera ambición, basada en la ignorancia de los valores y desvalores propios, y confiada, quizá, en el olvido de una masa a la que conviene mantener tal cual, a base de promesas. Si nuestros gobernantes reelegibles fuesen insenescentes e inmutables serían dioses, no habría que elegirlos y, menos aún, que reelegirlos. No es tal el caso: nuestra ley tiene que humanizarse y nosotros, que aprender a mirarnos positivamente, en todo lo que no somos, ni merecemos, ni podremos ser o merecer.