En nuestra línea editorial, que según lo hemos expuesto no es extática a título de contemplativa o mística mas filosófica, abordamos hoy a la “confesión”. Para la Iglesia Católica, es el acto por el cual el hombre se enfrenta a los pecados, asume su responsabilidad y se abre nuevamente a Dios.
En el análisis de la “institución” cabe remontarse al Concilio de Trento (1545 – 1563), convocado por el papa Pablo III y que continuó con otros, en reacción a la Reforma Protestante iniciada con las Tesis de Martín Lutero.
Si bien los propósitos del Concilio fueron amplios – “limitar” los abusos de la Iglesia, tales como la venta de indulgencias, enmendar los errores de la enseñanza católica y revisar ciertas prácticas del clero – interesa en particular el objetivo primario de consolidar la autoridad eclesiástica en todo aspecto de la vida humana. En tal designio conciliar se cuenta a una nueva concepción del “acto” de confesión.
Al margen de lo que “confesar” entraña en la maña y aberración religiosa, que en varios aspectos llega al morbo de confesante y confesor, es evidente que a través de la confesión la Iglesia se inmiscuye en lo más íntimo del hombre… así adquiere un poder que bien usado o manipulado le otorga un poder omnímodo.
Entre los estudios filosóficos en materia de “confesión” tenemos a aquellos de M. Foucault (1926 – 1984). Para el francés, es un acto por el cual el hombre afirma “lo que él mismo es” comprometiéndose con tal verdad, sumiéndose en dependencia con respecto a otro y modificando la relación consigo mismo. Interpretando esta definición, para nosotros, mediante la confesión el sujeto claudica en su naturaleza de ente libre. Se subyuga frente a otro humano y así “deja de ser” para convertirse en quien “no es”.
El Concilio de Trento consolida a la confesión como mecanismo de “gobierno de las almas”… y mediante él la Iglesia pretende ganar el necesario territorio en su autoridad terrenal, que la venía perdiendo ante Lutero y sus seguidores. Continuaremos.