Watergate tropical

En cualquier país desarrollado y constituido como un Estado de derecho, bastaría uno solo de esos documentos que han circulado los últimos tiempos en las redes sociales y en los medios de comunicación de este lado del continente para producir verdaderos cataclismos en los que sucumbirían, sin dudarlo, todos los personajes públicos y privados involucrados en actos de intromisión en la justicia y tráfico de influencias.

Incluso en cualquier país considerado como subdesarrollado o tercermundista, pero que se mantenga como un verdadero Estado de derecho, este escándalo habría desatado una avalancha de denuncias y una epidemia de procesos iniciados de oficio, que tendrían colapsada su justicia, su fiscalización y todos los agentes de investigación de aquel país.

En cualquier nación del mundo que se precie de tener una real independencia de funciones, pilar fundamental de los Estados de derecho, uno solo de esos correos electrónicos, cartas, documentos, grabaciones o filtraciones habría puesto a trabajar a los legisladores de todas las bancadas, incluso a los miembros del propio partido acusado o afectado, para investigar e iniciar los procesos políticos y la fiscalización de los funcionarios imputados.

Más allá de la insultante corrupción que se sigue descubriendo cada día en el manejo de los fondos públicos de este lado del planeta, de la vergonzosa complicidad de los coidearios de quienes son señalados y acusados; más allá de la sumisión ideológica que afecta a buena parte de los políticos y del aletargamiento y somnolencia de oposiciones tibias, desorientadas y fragmentadas, es necesario reconocer que buena parte de la región padece aún la enfermedad grave de la impunidad que se origina en la intromisión del poder en la justicia y en las demás funciones del Estado. Ha sido una práctica casi habitual de los gobiernos tropicales, salvo particulares y escasas excepciones, nombrar jueces propios y disponer de sus sistemas judiciales como armas de presión política a su propia conveniencia y, en consecuencia, hacer de la justicia un verdadero sainete.

Y es que en estos países un caso como el famoso Watergate, que terminó con la renuncia del presidente Richard Nixon y con varios de sus colaboradores en prisión tras la filtración de escuchas telefónicas, documentos comprometedores e investigaciones periodísticas temerarias, por este lado del mundo todavía no habría concluido, pero, sin duda, tendríamos a los denunciantes huyendo por los tejados, a los periodistas acusados y perseguidos, a los investigadores vendiendo baratijas o limpiando parabrisas en las esquinas, y a los políticos involucrados preparando la nueva campaña electoral basada en su imagen pulcra, su mente brillante y su espíritu ardoroso, y, con seguridad, ellos y sus sucesores habrían sido reelegidos varias veces por ese pueblo que los ama e idolatra como lo que son: verdaderos líderes omnipotentes ungidos por el destino para gobernarlos.