Conocí a un personaje de limitadas luces y ego presumido que por azares de la política llegó a ministro de Estado. El poder que así, inesperadamente, le cayó del cielo lo trasformó: de sencillo hijo de vecino que había sido se volvió ridículamente solemne y estirado. Por donde iba gustaba rodearse de un enjambre de adulones, esperaba que le abrieran las puertas, le hicieran genuflexiones. Embarcado en su nube rosa se creyó con derecho a ningunear a todo aquel que no le llevaba la corriente. En ocasión de celebrarse una reunión internacional, uno de los participantes -que no conocía al personaje- , cometió el desliz de saludar como “señor ministro” a un acompañante suyo, posiblemente porque este guardaba mejor plante y apostura. Aquel error del representante extranjero fue suficiente para que “su excelencia” perdiera los estribos, sentía que su dignidad había sido desdorada y culpaba del malentendido a su compañero y todo por exhibir mejor pinta que él.
El poder engrandece al justo y desorbita al necio. A un hombre se le conoce quién es cuando se le entrega un poder. Quien lo detenta puede obrar de dos maneras: con equilibrio y sensatez sabiendo que su privilegiada situación es pasajera, o con engreimiento y despotismo, actitudes que esconden oscuros resentimientos que buscarán el desquite.
La anécdota ilustra un hecho frecuente: el poder, si no es llevado con mesura y dignidad, cae en lo grotesco, la fantochada, el exceso, la arbitrariedad. La autoridad que se reviste de solemnidad vacua y teatral, que pisa el tinglado de lo ridículo, se torna caricaturesca y es entonces cuando el humor se regocija mostrando, con inusitado giro semántico, lo chusco y divertido de los “respetables”. Al “solemne” hay que estarle haciendo siempre desagravios, cualquier crítica es mácula para él. El chiste, esa gloriosa e instantánea desinhibición que se resuelve en carcajada, no es solo fruto de una inteligencia aguda; es, con frecuencia, expresión sana de un espíritu libre. No es tampoco placer solitario y, al igual que el amor, busca siempre un otro con quien compartirlo. El humor nos despierta del letargo perceptivo de aquello que siendo ridículo pasa por sensato y aún solemne y que gracias a él descubrimos lo discordante que pueden parecer nuestras vidas. El humor no suprime el infortunio, pero al menos lo hace llevadero.
Cuando la existencia humana se aleja de lo armónico y coherente, el humor se nutre de ese espectáculo. Es el vértigo de la hipérbole, como decía Baudelaire. De ahí su privilegio: desequilibrar famas y prestigios, aureolas y coronas. Si un poder autoritario llegara a amordazar la opinión de un pueblo, a este le quedará siempre un arma, si bien sutil, muy eficaz: el humor irreverente que desacraliza a los poderosos y corroe el pedestal de los mandones.