Francisco Sagasti, presidente interino del Perú, no solo se parece a Don Quijote, sino que también tendrá que luchar por causas imposibles, en su caso, restablecer la estabilidad política y la credibilidad de instituciones afectadas por la corrupción y el descrédito de la clase política.
No es la primera convulsión que el Perú ha vivido en su historia reciente. De hecho, el país ha tenido que reinventarse cada 10 años después de alguna grave crisis. En los años 70, la dictadura militar emprendió un proceso de nacionalización y reforma agraria que colapsó a fines de esa década. En los 80, el país volvió a la democracia e implementó un modelo económico heterodoxo, que terminó en hiperinflación y en el peor desastre económico, agudizado por la violencia terrorista.
A inicios de los 90, el Perú era considerado por muchos como un estado fallido. Sin embargo, implementó una serie de ajustes y reformas estructurales que le devolvieron la estabilidad y el crecimiento basado en un modelo de mercado. Ese período no estuvo libre de corrupción y captura del Estado por obscuros intereses, y a inicios de los 2000 una nueva crisis golpeó al país.
Ese año, el gobierno de transición de Valentín Paniagua estableció un acuerdo nacional que contribuyó a que el Perú alcanzara resultados económicos y sociales estelares. Entre el 2000 y el 2018, el crecimiento anual del PIB fue de 5.4%, uno de los más altos de América Latina. Las exportaciones se diversificaron y pasaron de USD 7 mil millones a casi USD 50 mil millones. Se mantuvo el balance fiscal, la deuda bajó al 25% del PIB y se alcanzó el grado de inversión. En lo social, la pobreza bajó del 49% al 21% y una nueva clase media del 40% de la población emergió desde los barrios populares hacia los centros comerciales.
Se habló de la paradoja peruana de tener mala política pero buena economía. Se pensó que instituciones económicas sólidas podían blindarle de la inestabilidad política. Un Banco Central independiente, un Ministerio de Economía y Finanzas prudente y unas sólidas entidades de comercio y atracción de inversiones garantizarían la estabilidad, el modelo de apertura y el crecimiento.
La reciente crisis ha derribado esa creencia. El modelo ya venía mostrando su agotamiento y la población, en especial la juventud, expresaba su frustración frente al desempleo, la exclusión y la corrupción. La pandemia y la crisis económica agravaron esa frustración y, pese a que el Perú implementó un ambicioso programa fiscal y financiero de apoyo a los hogares y empresas más vulnerables, su impacto ha sido limitado: su economía se contraerá en 14%, una de las peores caídas en la región. La crisis política e institucional ha pasado una costosa factura que el gobierno de Sagasti tendrá que enfrentar.