Los que se van
En 1930, tres mozalbetes atrevidos publicaron en Guayaquil un librito de presentación casi artesanal que habían escrito entre clase y clase en el Vicente Rocafuerte, sin imaginar que estaban fundado una época. “Los que se van” era su título, y aludía a los montubios, cuya cultura singular parecía batirse en retirada ante el avance de la modernidad: “la victrola en el monte / apaga el amorfino”, decían los versos liminares que uno de ellos, llamado Joaquín, había escrito.
“Los que se van” quiero poner ahora como título a la página inicial de este feo noviembre, pero no lo hago para aludir a los montubios, sino a los amigos que han hecho placentero este ir por la vida fabricando ilusiones. Porque son ellos, mis compañeros de siempre, los que se van ahora. Se van, se me van, se me han ido ya, con demasiada prisa, Álvaro, Marco, Rafael, Pedro Jorge, Agustín, Alfonso, Lázaro, Bolívar, Jorge Enrique, Euler, Pedro, Ulises, Humberto, entre los más queridos. Y ahora se me ha ido Jorge, lejano y solo, porque no puedo ir a acompañarle como él me acompañó en un hospital, hace ya tantos años, disfrazándose con un mandil para hacerse pasar por un doctor …
Pero estamos con él. Está él en nuestra memoria. Desde aquel día en Ambato, cuando jugábamos a ser escritores y celebrábamos un congreso. “¿Y qué escribes?”, le pregunté. Y él, con esa seriedad que solo se puede tener a los veinte años, me dijo solamente: “Soy historiador”. Y claro que lo era: se estaba haciendo, se hizo historiador, y a lo largo de los cincuenta años siguientes llenó páginas y páginas con su visión de los hechos más significativos de la Audiencia y de las épicas jornadas de lo que solemos llamar Independencia, agregando siempre ese sabor inconfundible del añejo relato que repetían los abuelos junto al fogón apagado…
Pero no quiero hablar del historiador que él fue, ni de sus libros, ni de su Premio Espejo, ni de su doctorado en Huelva. No quiero hablar del académico ni del profesor ni del conferencista que sabía seducir a su auditorio. Quiero hablar del amigo que llegaba cada noche y nos acompañaba, a Ximena y a mí, en nuestro primer departamento, hablándonos de los sefarditas de Guaranda hasta después de medianoche. Quiero hablar del compañero que apuntaló con reflexiones oportunas las discusiones de ese grupo de hacedores de revistas que fuimos entre los sesenta y los setenta, mientras a nuestro alrededor se levantaban los rascacielos diminutos del petróleo, la mediocridad y la insolencia. Quiero hablar del que compartía con Pedro Jorge el arte de oír tangos; de los espléndidos anfitriones que fueron él y Jenny en los tiempos de su departamento del Parque Inglés …
Cuando llegó el vendaval que dividió en dos mitades contrapuestas a la tribu, nos vimos muy poco y de lejos, por desgracia. Pero está gris mi corazón porque la última vez que pudimos hablar por teléfono su voz sonaba lejana y apagada, como una despedida…