El 10 de agosto ya no se celebra ni se siente de verdad. Es, apenas, ocasión para algún estrépito político. Es feriado que se traslada para satisfacción de una clase media sin identidad ni compromiso. Es día de banderas que se izan por costumbre o temor. Es un día más en el tráfago de una sociedad despistada. Un día más que no convoca. Un día más en que la mayoría no sabe ni qué se conmemora. Un día de discursos vacuos, de ritos insustanciales.
El 10 de agosto es el día del olvido de aquellos que fueron capaces de enfrentar a la dominación colonial, de poner el pecho, arriesgar tranquilidades y fortunas y morir en el destierro cargados de cadenas. Es el día del olvido de las libertades y de los derechos, que solo se tienen cuando se conquistan y se cuidan, cuando se lucha por ellos. Es el día de la negación. Es el día en que queda en evidencia que “patria” ahora es solo palabra devaluada, estribillo de una canción, y que ya no es ese sentimiento que unía, que borraba diferencias, que rompía distancias y que hacía de suelo firme, de recuerdo, de lugar de encuentro. ¿Patria, cuál patria?
Aquellos que fueron capaces de fundar la patria con el arrojo y la tenacidad que ya no existen, con la generosidad de la que no somos capaces, verán que la hemos estropeado y roto, y estarán, con razón, avergonzados de sus descendientes, porque lo que tenemos, lo que hemos hecho con su esforzada herencia, no es lo que ellos quisieron y soñaron. No. No puede serlo. No puede haber sido la utopía por la que murieron este estropicio que tenemos, este lamentable escenario de crónica roja política, estas instituciones herrumbradas, este enorme fardo inútil que se llama Estado.
El 10 de agosto debería ser la mala conciencia de la inconsecuencia histórica. Debería ser ocasión para el recuerdo de las cuentas pendientes con los padres fundadores. Debería ser, más allá de las banderas y de las celebraciones hipócritas, la oportunidad para examinar los pocos valores que quedan, la fecha para dolerse de las libertades ultrajadas, para advertir la ausencia de grandeza, la agonía de la vergüenza y el portentoso progreso del cinismo. Aquellos que fueron capaces, hace dos siglos, de asumir riesgos ejemplares se han evaporado de la conciencia de la gente. Personajes incómodos, porque amaron y lucharon por otros valores. Sus quijotadas no van con los tiempos de pragmatismo, ni sus sueños con la estridencia, ni sus discursos y arengas con las negaciones en que nos hemos refugiado para no pensar, para no decir, para no romper el silencio que atenaza las gargantas, para no salir de la inconsciencia, para no asumir nuestras cobardías, nuestras traiciones. “Aquellos que fueron capaces” son sombras que incomodan a la general complacencia de no pensar, al universal y cobarde disimulo que nos empantana en la mediocridad.