La elección de autoridades en la Asamblea nos permite colegir que en ella prima la idea que la mayoría partidaria puede decidir sin considerar ni la opinión ni los derechos del resto de asambleístas.
Un estado democrático necesita organizarse con poderes independientes que mutuamente se controlen y actúen como contrapesos. Requiere también que la ciudadanía se exprese mediante partidos políticos bien estructurados. Así lo reconoce la Carta Democrática Interamericana. Si en democracia deciden las mayorías, eso no significa que las minorías pierdan legitimidad. El arte de la política consiste en buscar las coincidencias entre diversas concepciones y optar por “lo mejor posible”. Modernos filósofos de la política afirman que las decisiones de las mayorías no pueden prescindir de consideraciones éticas permanentes, a riesgo de ser modificadas tan pronto nuevas mayorías así lo decidan. Las estadísticas no pueden forjar lo que se llama una “verdad política”. La verdad no puede ser el producto de la voluntad cambiante de la mayoría sino el resultado de la reflexión en la que todos participen y en la que todos se vean representados. Si las culturas y las sociedades evolucionan, una mayoría numérica no es suficiente para dar origen a la verdad política, peor a la verdad social y menos aún a la verdad ética.
Aristóteles nos ofrece algunas claves para examinar la relación entre ética y política. Para el filósofo griego, el bien humano se concreta en la idea de felicidad, concepto en el que se inspiraron tanto la Revolución Francesa como la norteamericana. La felicidad, máximo bien y aspiración, se obtiene mediante la ejecución de actos morales que corresponden a una opción voluntaria precedida de una deliberación libre. Por estas razones, la democracia no es puro dominio de las mayorías, ni se legitima mediante el mecanismo del número. Debe reconocer valores superiores que también le obligan.
Es verdad que el ejercicio legítimo del poder se sustenta en elecciones democráticamente ganadas, pero los legisladores no son árbitros, jueces ni intérpretes indiscutibles de lo que conviene a la sociedad, sin referencia a otros criterios, entre los que se encuentra la idéntica legitimidad de las minorías, que también tienen un mandato que cumplir.
El derecho evoluciona conforme cambian las sociedades, mientras la ética permanece inalterable en sus enunciados esenciales.
El sumak kawsai no se establece mediante leyes, aunque estas deben facilitar su búsqueda.
La imposición de una voluntad mayoritaria no es siquiera acto de buen gobierno. Puede dar resultados inmediatos, pero relativiza el valor de las leyes. La gran revolución humana parte del respeto a principios sin los cuales la vida social se vuelve competición y lucha descarnada.