¿Quién no ha permanecido perplejo ante el espectáculo de un mago que de un sombrero de copa saca conejos, flores y pañuelos? Las rápidas manos del mago producen milagros, crean el juego de la ilusión y las apariencias. La magia es justamente eso: el inteligente arte de ilusionar, de cambiarnos la rutina de la vida, de transportarnos a un instante de nuestra infancia. Un buen mago siempre nos dejará perplejos e ilusionados.
No hay mago que, a la par del juego de manos, no maneje un atractivo discurso que engancha al espectador. Y mientras la palabra distrae y su mirada atrapa los ojos del público sus manos trabajan con magistral disimulo en el juego de los ocultamientos, apariciones y desapariciones creando ese instante en el que lo imposible ocurre, lo increíble se hace realidad, las leyes de la naturaleza han sido burladas y la lógica ha sido trastrocada. El ojo no fue engañado; fue engañado el cerebro. Y es entonces cuando el suspenso y el misterio flotan en el ambiente. En el espectáculo mágico siempre hay un truco que se pasa por alto; lo que domina es la sensación de ser testigos de un prodigio en el que se conjugan técnica, palabra, actuación, mímica y psicología. Ilusionistas hay de toda clase; los banqueros y los políticos también pretenden serlo, solo que a ellos los trucos se les nota.
Pues bien, ahora mismo, desde Nueva York nos llegan noticias de los recientes éxitos del mago ecuatoriano Siegfried Tieber, quien conquista aplausos en Estados Unidos y Europa. Soy amigo de sus padres y ellos me han contado la esforzada trayectoria de su hijo quien, luego de culminar una carrera técnica decidió que lo suyo era el arte de la magia. Para ello, viajó a Los Ángeles donde se formó en institutos especializados en la profesión de mago. Su especialidad es la prestidigitación, esa impactante rama del ilusionismo en la que lo inverosímil ocurre a pocos centímetros de los asombrados ojos del espectador. Siegfried, con ese nombre suyo cargado de reminiscencias wagnerianas, ha llegado a ser una estrella que brilla en los escenarios de la fama, entre estos, en el célebre “Magic Castle” de Hollywood.
Durante siglos, el ilusionismo ha fascinado a la humanidad. De ciertos trileros, gente hábil en el escamoteo con cubiletes (los “dónde está la bolita”), ya habló Séneca en el siglo I como infaltables personajes en la Roma de Nerón. Hoy, los magos han recuperado importancia. Abundan los aficionados, las escuelas y las tiendas. De la tradición oral y callejera han pasado a la academia universitaria. La actuación del ilusionista es teatro en estado puro; es volver a los orígenes del estupor cuando, en las auroras de la prehistoria, el primer hombre descubrió el secreto de encender el fuego. Prometeo lo había visitado y la civilización prendió, al fin, en una humanidad aún desvalida.
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