El lunes 13 de enero se inició la paralización que el último jueves cumplió 18 días. Las movilizaciones indígenas cortaron, sobre todo, la conexión del campo con las ciudades en la Sierra. Pero también muchas familias se vieron obligadas al encierro, a sufrir la falta de transporte para trasladarse, a caminar largos trechos. Quedaron postergados indefinidamente los paseos, las reuniones y hasta el trabajo presencial.
En ciertos sitios las autoridades contribuyeron al aislamiento, como ocurrió en el Centro Histórico de Quito, con vallas, alambres de púas, concertinas.
El miedo también coadyuvó al encierro; temor a la violencia de agresivos manifestantes, a la delincuencia al tener que caminar largos trechos por sitios no acostumbrados; pánico a exponer un vehículo comprado con mucho esfuerzo. No salir lucía conveniente.
Laura Almeida dice que salió solo un día de su sector. Recuerda que caminaba por la avenida Naciones Unidas y Shyris cuando la abordaron dos delincuentes, la golpearon y se llevaron su bolso. No había policía a quien recurrir, la calle lucía vacía, sin buses. Tomó un taxi de regreso a su casa en la Granda Centeno y juró no volver a salir hasta que el paro acabara.
Ximena Taco, en cambio, vivió las protestas en primera fila. Su departamento está ubicado en la esquina de las avenidas 6 de Diciembre y Tarqui, al pie del parque El Arbolito. Dice que tiene sentimientos encontrados, que siente que el reclamo era justo, que la vida es casi imposible en el país, que el dinero no alcanza y la seguridad no existe.
Incluso compraba productos en la tienda para dejarlos como donación para los indígenas manifestantes. Pero estaba harta también del encierro obligado. Para salir de su casa tenía que pasar por el medio de policías y manifestantes. Cuando los gases lacrimógenos eran lanzados empeoraba el encierro. Al oír las detonaciones corría a refugiarse en un baño sin ventanas a la calle, era el sitio donde mejor podía respirar.
Para Luz Hernández el encierro no era una opción, al menos en la casa que arrienda en La Comuna, sobre la avenida Mariscal Sucre. En los días más críticos caminaba hasta la peluquería en la que trabaja en la calle Mañosca. Al caer la tarde subían con Diana, una colega de trabajo hasta la Occidental; juntas trataban de abordar las escasas camionetas que intentaban suplir la falta de buses. Un día, en la segunda semana del paro, sintieron temor porque caía la noche y todo el sector lucía solitario. Para Diana la situación era más grave porque debía tratar de llegar a Guamaní, en el extremo sur de Quito. Decidieron regresar a la peluquería y pedirle a la dueña que les permita dormir en su sitio de trabajo. Allí juntaron las sillas que normalmente usan los clientes; trataron de descansar, pero fue difícil. Solo lo intentaron por un día. A la tarde siguiente salieron más temprano que de costumbre y decidieron caminar a sus casas pase lo que pase.
El anuncio del fin de las movilizaciones por parte de los indígenas luego del acuerdo alcanzado con el Gobierno con la mediación de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana es un alivio para Yareli Sosa, manabita de nacimiento y residente hace 30 años en la capital. Ella cuenta que no salía de casa porque vive en Carcelén y debía llegar a la pescadería que administra en Llano Grande. Dice que maneja su propio vehículo pero eran frecuentes los bloqueos en la Panamericana Norte, más de una vez tuvo que dar vuelta en U. Pero, sobre todo, no salía a partir de la segunda semana de paralización porque ya no tenía producto que vender. El pescado que suele llegarle de Manta no podía pasar por el bloqueo de los caminos en la Sierra. Yareli dice que lo primero que hará, una vez que se enteró del fin del paro, será salir a farrear, a un bar, discoteca o a la casa de una amiga. El lunes tratará de comprar pescado y mariscos en La Ofelia para reabrir su negocio. Asegura que clientes no le faltan.