El 15 de noviembre fue ocasión para que se visibilizara el compromiso de la religión con las clases dominantes y su papel desmovilizador en la sociedad.
Reacción eclesiástica
Aunque los mismos días guardó silencio, poco tiempo después de los hechos de noviembre de 1922 el arzobispo de Quito, Manuel María Pólit, en su Alocución pastoral a los obreros católicos de la Arquidiócesis de Quito, dijo: “Va a ser un mes que en nuestro gran Puerto de Guayaquil ocurrieron sucesos sangrientos, que consternaron a toda la República y le manifestaron un peligro hasta entonces desconocido entre nosotros, el de la revolución social, esto es el levantarse de la clase trabajadora y proletaria contra todo cuanto representa la autoridad, la fuerza pública y la riqueza del país, para lograr la satisfacción, no solo de sus reclamaciones justas sino de sus apetitos criminales y, aun, de apoderarse del mismo gobierno”.
“Se empezó por reclamar aumento de salarios y otras ventajas y garantías, que muy bien habrían podido obtenerse por medios legales; más pronto se pasó a exigencias nada razonables, amenazas y tumultos, en que era fácil descubrir el fermento socialista y luego la acción funesta de las ambiciones políticas y personalistas, engendradoras de la sedición armada, que fue preciso, urgente e inevitable reprimir por la fuerza. De ahí la hecatombe de centenares de víctimas, entre hombres, mujeres y muchachos que no fue posible evitar, desde el momento que la plebe excitada y enloquecida por la propaganda revolucionaria pretendió desarmar a la tropa, apoderarse de los cuarteles, derrocar al Gobierno y, más aún, según aparece con evidencia, lanzarse contra la propiedad y la riqueza particulares, saqueándolas o destruyéndolas y cometiendo a la vez toda suerte de abusos y delitos: la grande, populosa y opulenta Guayaquil estuvo al borde de un desastre espantoso, que habría traído consigo el trastorno y ruina de toda la República”.
Apoyo a la represión
Manifestaba: “Deploramos con vosotros de corazón la muerte de tantos compatriotas nuestros, que no todos por cierto serían criminales, pues alguno debió de haber entre ellos meros curiosos y alborotadores, miserablemente
engañados y seducidos”.
Y continuaba: “la Providencia Divina nos ha salvado de una inminente y horrorosa catástrofe, y démosle gracias por tamaño beneficio, agradeciendo también después en justicia al Gobierno y al Ejército, que supieron cumplir con su deber primordial, en esas tristes circunstancias, con el deber de reprimir la revolución, impedir la anarquía, conservar el orden público y la paz”.
Decía que la “sedición armada, que fue preciso, urgente e inevitable reprimir por la fuerza”, había llevado a la “hecatombe” que “no fue posible evitar”. Coincidía con el régimen en que las autoridades “únicamente se limitaron a defender el orden y la tranquilidad públicos”.
Merecían el reconocimiento del país. Los jefes y soldados “salvaron a las familias guayaquileñas, como evitaron un mayor derramamiento de sangre, provocado a porfía por los sediciosos y bolcheviques”. La mayoría de muertos y heridos “perteneció al montón maleante de la ciudad, es decir, se contaban rateros reincidentes y matones conocidos.”
Recordaba: “obligación tenéis de respetar a la Autoridad constituida, que preside a la sociedad y está encargada por Dios mismo de velar sobre el orden, la paz y el bienestar sociales”. Se podía protestar “pero sin insultos, ni calumnias; sin asonadas ni rebeliones”.
Libertad y justicia social
Pólit llamaba a rechazar “cualquier error y engaño, tentación y seducción con se os quiera arrastrar a conspirar, rebelaros y alzaros en armas contra el Gobierno constitucional”. Planteaba con el clero y el conservadurismo, que si los regímenes liberales dejaban el fraude electoral y permitían ganar a los candidatos que obtenían mayoría de votos, los problemas nacionales se solucionarían. Si el electorado, mayoritariamente controlado por la Iglesia y la derecha votaba libremente, habría un gobierno conservador-clerical.
La doctrina social católica buscaba la justicia, protegía la propiedad privada y planteaba un “equilibrio” entre propietarios y trabajadores, sin enfrentamiento ni lucha de clases, respetando la naturaleza del trabajo según el sexo y la edad, y socorriendo a las víctimas de accidentes de trabajo y a los obreros en su vejez.
Condenación del socialismo
La jerarquía centró su ataque a lo que consideraba la causa principal de los hechos del 15 de noviembre y, en general, de la movilización popular: el socialismo y el comunismo. Se empeñó en una campaña de denuncia de los peligros de la izquierda socialista.
El obispo de Riobamba, Carlos María de la Torre, en su carta pastoral El Socialismo, decía: “si bien el socialismo, parto monstruoso del cerebro humano, lleva ya largos años de existencia, hasta hace poco no había penetrado aún en nuestra Patria”. Añadiendo: “Pero ahora no solo amenaza con apoderarse de las sencillas masas populares, a las que engaña y seduce con los mirajes de falsa dicha, mas también pretende arrastrar en su impetuosa y desoladora corriente a aquellos que, por sus estudios y condición debieran conocer mejor lo falso y desastroso de tal sistema”.
De la Torre decía que el socialismo es utópico y criminal. Utópico porque ofrece la dicha en este mundo, cuando “nunca dejará de ser la tierra valle de lágrimas. La felicidad suprema encarnada en la posesión del último fin no la alcanzará el hombre en esta vida sino en la otra, no en el tiempo sino en la eternidad”. Criminal, porque fomenta la injusticia, el odio, la lucha de clases y la violencia. Ataca el derecho de propiedad “legítimo e inviolable”, sancionado por Dios”, “necesario a la vida humana”, “admitido por todos los pueblos”.
El sindicalismo católico
La reacción de la Iglesia ante el 15 de noviembre de 1922 y el avance del socialismo no se limitó al respaldo a la represión, a las condenaciones de la izquierda y el laicismo. Profundizó el esfuerzo por divulgar la Doctrina Social
de la Iglesia y promover el sindicalismo católico.
El 2 de octubre de 1938, en el templo de Cristo Rey de Quito se reunió el Congreso Nacional de Obreros Católicos, con la presencia de numerosas delegaciones de las provincias y varios profesionales católicos como asesores. Al final se constituyó la primera organización de trabajadores del Ecuador a nivel nacional, la Confederación Ecuatoriana de Obreros Católicos, CEDOC, que nació estrechamente ligada a la jerarquía eclesiástica, a los latifundistas serranos y a la intelectualidad conservadora.
La CEDOC se consolidó como un referente de la organización laboral para el reclamo de derechos. Asumió una postura agresiva frente a la izquierda y a las organizaciones laborales impulsadas por ella.
Papel de la Iglesia
Ante los hechos de noviembre de 1922, la Iglesia Católica condenó la movilización popular y justificó la feroz represión del Gobierno en términos incluso más extremistas que las autoridades civiles y militares. Adjudicó la matanza a la acción de agitadores de izquierda y lanzó una campaña contra el socialismo.
En ciertas críticas al liberalismo y al capitalismo, la doctrina social de la Iglesia coincidía con los postulados socialistas, pero cuando la organización y movilización social hacía reclamos radicales, la jerarquía católica se identificaba con el poder y pedía respeto al orden y a la autoridad. El 15 de noviembre fue ocasión para que se visibilizara el compromiso de la religión con las clases dominantes y su papel desmovilizador en sociedad.
El clero se constituyó en defensor de la propiedad privada, pero también promovió los derechos de los obreros. Veía a la acción católica como un “antídoto” a la temida revolución que se alzaba como amenaza al sistema prevaleciente.
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