Los escritores no tienen tumba

Elwyn Brooks White, autor de Charlotte’s Web, escribe en su cabaña de Allen Cove, Main. Foto: archivo Jill Krementz

Las dudas acaban con el escritor, lo golpean bajo, le aflojan las rodillas y lo dejan a merced como un títere sin hilos, un despojo sobre el escenario, sobre la hoja en blanco.
Cada noche, mientras las sombras devoran sus ojos, el escritor pierde y recupera la luz, surca olas incomprensibles, halla un adjetivo, un verbo y es feliz. Pero enseguida la frágil armonía se rompe con la imperfección y el fuego interior crece con la rabia y la impotencia.
Hay escritores –más allá de su talento– que se embriagan con la noche frívola y la fama, son afectos a la simulación y a la mascarada social. Escapan de la manía de su oficio bailando o levantando copas de champaña para hacer bíceps (T. Capote).
Otros, anacoretas o eremitas, abominan el carnaval de la farsa y la barbarie, se incomodan con sus danzas de monos, procuran (aunque no lo logren) huir al refugio de su pequeña cabaña, eligen la soledad y una isla como estatuto personal (Richard Ford, McCarthy, Coetzee, Houllebecq).
El escritor batalla consigo mismo, y no alcanza el sueño, es un niño perfeccionista tropezando con las ramas del oscuro sendero. Nadie lo salvará.
¿Quién podría echarle una voz de auxilio en el bosque?
¿Quién le ha impuesto esta condena?
¿Condena?
Mejor sería decir –lo ha dicho el sabio Borges– un destino inaplazable: escribir cada palabra, pulir la tosca piedra, buscar agua dentro de ella, enceguecer encontrando ese capítulo y cambio de luz que lo salvarán del insomnio y la ansiedad.
Porque al escritor no le cabe nunca el sueño realizado. Quemará siempre sus naves y volverá a empezar, como una fiera herida en la noche salvaje, olfateando una llave, el final del secreto.
El escritor intentará huir de sí mismo, pero el destino no admite treguas, y su vida será volver a girar sobre la misma hoja ya escrita mil veces, hasta enloquecer y fallar, hasta sentir que la derrota es la publicación.
El escritor se aísla, no quiere saber del mundo y se mete en su cama, como Juan Carlos Onetti, lobo estepario convencido del fracaso irremisible, del desencuentro humano.
El escritor puede ocuparse de los más diversos oficios laborales, acosado por las dudas y por las deudas, obsesionado en ganar un pedazo de tiempo en el día, para leer o para sentarse ante la máquina de escribir, aunque no escriba nada.
London recogía conchas; Raymond Carver surtía gasolina; Hank Bukowski reparaba pedales de bicicleta; Roberto Arlt insistía en inventar unas medias de nailon irrompibles, Alphonse Daudet era maestro de colegio y odiaba a los críos...
El escritor no sabe calcular el álgebra del poder y la corte de sus perros, como lo probó el maestro ciego de El Sur, cuando el imbécil gobierno de turno lo designó: «Inspector de mercados de aves de corral».
El escritor muere tuberculoso, abominando sus manuscritos, como lo padeció el frágil Franz, el iluminado de Praga: joven genio sin esperanza. Nadie sabía en su oficina que K era un escritor, amante de los repetidos vasos de leche, aplastado por la palabra de su padre, atormentado por el ánimo de borrar su propia imagen con un puñado de palabras. ¡Quémalas! ¡Destrúyelas!, había pedido a Max Brod, su albacea.
El escritor está dispuesto a tomar una escopeta y echar por la borda el Nobel y sus sesos, como lo hizo el rudo campesino que vivió una fiesta en París y también el hambre del amor: Papá Hemingway.
El escritor mira una noche la vastedad del negro y entonces toma un carbón más negro todavía y raya las constelaciones de su mapa literario, al levante y al poniente, hacia la venganza y la crueldad, desde los incendios de la vileza humana, como lo hizo Billy: bautizando a su reino/infierno sureño como Yoknapatawpha County.
Don Miguel nos enseñó que el escritor está dispuesto a comer un membrillo y enloquecer hasta pensar que su cuerpo es enteramente de vidrio y que su título honorífico es el de un licenciado. Don Miguel sí venció a los molinos del tiempo, y dejó claro a los estultos: la libertad está hecha de imaginación, la vida es ficción y delirio, la belleza está más allá de la vulgaridad que imponen la rutina y las mentes sedentarias.
Presunto demente, solitario, ensimismado, Robert Walser, un día de Navidad de 1956 paseaba cerca del manicomio de Herisau, donde había sido recluido en los últimos tramos de su vida. Luego, alguien –quizá otro loco – lo halló muerto sobre la nieve. Junto al cadáver de Walser estaban en gesto luctuoso ‘Los hermanos Tanner’...
El escritor –aunque viva en un cuarto de corcho – no tiene tiempo para seguir perdiéndolo y va en busca de él, de la memoria que se hace humo en su cabeza. Porque el escritor no pretende la frivolidad de su fatuo presente, y sabe que todo estilo es un barco que busca un muelle en la tradición y en los padres. El sabor de una magdalena o la contemplación del pétalo de una flor buscarán continuamente el tiempo perdido, porque siempre se pierde algo en la vida, que de por sí ya es aciaga...
Es menester recordar la apuesta por la ironía y los afectos de Edith Wharton, la ternura de animal nocturno de la sabia Carson McCullers, el apego al whisky de Ray Chandler, la petulancia y discurso ampuloso del maestro Nabokov, la tristeza oscura que penetraba la piel de Mishima, el amor por los caballos de Sam Shepard, la obsesión por los cuerpos mutilados y el punk de Dennis Cooper, la alegría juvenil por marcar un gol de Osvaldo Soriano, el amor incondicional por su esposa de Sandor Marai o la devoción por el cine negro de Manuel Puig y Javier Marías.
El escritor reescribe nuestra vida y logra un resplandor más verdadero, espejo de nuestra condición humana. Porque adentro de un libro no solo hay un hogar o refugio, existen también los miedos y yerros, la estupidez y vileza de la que también fueron hechos los hombres.
Don Mario Vargas Llosa ya apuntaba el poder de la verdad de las mentiras, en tanto que Juan José Saer examinó el mundo de la ficción como otro concepto posible de habitar a despecho del real.
Amigas, amigos, el escritor viaja al fin de la noche y busca al día siguiente una bendición sobre la tierra. Es más lo que lee que lo que escribe, es más lo que quema que lo que publica. El escritor justifica su vida con el humilde (y a la vez místico) ritual de cada día: un hombre viejo toma asiento, empuña el lápiz y saluda inútilmente a la hoja en blanco: su desposeído santuario.
Los escritores no tienen tumba, son inmortales, su voz nunca morirá.
* Escritor, periodista.