En 2010 Stephen Hawking y Leonard Mlodinow publicaron “El gran diseño”, libro en el que se informa sobre los recientes progresos de la física en la comprensión del vasto universo y sus grandes incógnitas. Los autores explican la procedencia del universo y hacia dónde este se encamina. Después de todo, Hawking confesó que no ha podido explicar enigmas como los siguientes: “¿Cómo comprender el mundo en que nos hallamos? ¿Cómo se comporta el universo?¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿De dónde viene todo lo que nos rodea? ¿Necesitó el universo un Creador?” Decepcionado concluyó que “tradicionalmente estas son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto, solo los físicos explican el cosmos”. Conclusión parcialmente errónea, como veremos. Errónea, porque si el físico de Cambridge no obtuvo respuestas a esos grandes a interrogantes fue porque son de naturaleza filosófica, y la manera adecuada de abordarlos es desde la frontera de la filosofía y no desde la física.
No es esta la primera vez que se intenta matar a la filosofía. Quienes conspiran contra ella olvidan lo que Kant dijo en la Crítica de la Razón Pura, que la ciencia sin la filosofía es estéril, e inútil la filosofía sin la ciencia. La filosofía parte de los resultados de la ciencia para, luego, emprender su propia indagación del mundo. El campo de especulación del filósofo son las cuestiones fundamentales y de orden universal; preguntarse ¿cuál es el significado del mundo?, ¿cuál el sentido de nuestra vida?, ¿cuál el sentido de la Historia? Del asombro ante la magnificencia del universo nace la filosofía; de la duda acerca de lo conocido surge el examen crítico y la certeza; y de la conmoción del hombre ante el misterio del mundo brota la conciencia de su pequeñez, precariedad y abandono.
Desde la antigüedad, al filósofo le acompañó cierta aura de sabio, aquel que se eleva sobre la materialidad de la vida y hace de la existencia el objeto de sus indagaciones. Objetivar el mundo que lo rodea es su tarea y eso incluye a su propio yo. En esto descansa la superioridad del conocimiento filosófico. El hombre no espiritual, aquel filisteo que está atrapado en la cotidianidad de la supervivencia material, en sus propias vivencias y deseos, es incapaz de tal objetivación. Para él la filosofía es ocupación banal e inútil.
La filosofía no es una opción, es una necesidad; nos enseña a pensar de modo crítico. Sin la filosofía no tendríamos ni idea de cómo se origina el conocimiento, no sabríamos construir argumentos lógicos ni detectar las falacias de un discurso, careceríamos de referentes éticos para orientar la conducta según principios de validez universal. Viajero del tiempo, el ser humano nunca dejará de preguntarse ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?; al igual que la hierba del campo, la filosofía renace cada día.