Rafael Agras vive en un aula de una exescuela que sirve de refugio para venezolanos migrantes en Santo Domingo. Fotos: Juan Carlos pérez / para EL COMERCIO
La piel de André Mendoza está muy seca y se pasa la mano para calmar las quemaduras del sol que soportó en su viaje de Venezuela a Ecuador.
El migrante emprendió una larga caminata con tres amigos desde su natal Tucupita, con la mirada puesta en este país.
En el trayecto tuvieron que vivir en las calles, bajo el sol, la lluvia y a bajas temperaturas.
Ahora, tras dos meses de viaje, entre Venezuela y Colombia, Mendoza, Santiago Corral, Marco Arregui y Cristian Soto están en Santo Domingo de los Tsáchilas y piensan que la opción es seguir en las calles.
Arribaron la semana pasada y lo primero que vieron fue a sus compatriotas sentados en las veredas con la mano extendida a la espera de ayuda.
Para Mendoza, ese es el retrato de su travesía y la de otros venezolanos que de esa forma buscan un ingreso temporal, que luego les permita emprender en otra actividad.
En la provincia Tsáchila, los migrantes venezolanos dicen que las fuentes de empleo se reducen cada vez más.
Por eso se ven obligados a estar en las calles, sea en parejas; y otros lo hacen con sus hijos pequeños en brazos.
La situación de los venezolanos en la ciudad tsáchila fue cambiando con los meses.
Según el Patronato de Inclusión del Municipio de Santo Domingo, es preocupante la precariedad a la que están llegando los extranjeros.
Esa entidad contabilizó a unos 8 000 venezolanos en tierra tsáchila, hasta diciembre. Hasta mediados de año hubo 5 000, según el Municipio.
No hay datos de cuántos están en las calles o los que deambulan de un lugar a otro.
Daniel Regalado, presidente de la Asociación de Venezolanos, lamenta esa situación y dice que se trata de quienes recién arriban al Ecuador.
“Primero buscan ayuda de personas caritativas, juntan ese dinero y después incursionan en ventas de productos de salida rápida, como los dulces”.
Hasta octubre pasado, el Ministerio del Interior reportó el ingreso de 806 616 venezolanos y la salida de 671 549. Hasta ayer, esa entidad no tenía información de los dos últimos meses.
La Asociación de Venezolanos informó que entre noviembre y diciembre hubo 160 000 nuevos ingresos.
Regalado indica que un 60% de ellos permaneció temporalmente en el país (entre un mes y 45 días) y pronto se fueron a otros países, como Perú, otro destino de los migrantes.
A nivel local, en esos dos meses llegaron otros 3 000 venezolanos a la provincia tsáchila. La expansión también se dio en Manabí, Esmeraldas, Chimborazo y El Oro.
El Patronato de Santo Domingo hace esfuerzos para reducir los casos de mendicidad, señala el director de ese ente, Fausto Luzuriaga. Por ejemplo, según el funcionario, se incentiva a las madres para que lleven a los niños a centros de atención infantil seguros.
Pero lo hacen por unos días y al poco tiempo vuelven a las calles. El Ministerio de Inclusión Económica y Social los ayuda con tratamientos psicológicos y entrega de vituallas, que llegan a las oficinas a través de donaciones.
La avenida Quito, en el centro de la urbe, es uno de los corredores de los extranjeros. En cada cuadra se observa a las parejas fuera de los negocios o al lado de los postes de alumbrado público.
Están rodeados de maletas, mochilas y carteles ‘que hablan por ellos’. “Amigo ecuatoriano, soy venezolano, ayúdame con lo que puedas. Dios te bendiga”, se lee en uno de los cartones que sirve de rótulo.
Wolfam González y Jennifer Urbano se pasan los días en las afueras de la terminal terrestre de la ciudad. Llegaron hace tres meses a Santo Domingo y dicen que están agradecidos con los ecuatorianos que los ayudan.
Reciben monedas, ropa, alimentos y medicinas entre las 08:00 y 20:00. Pero no siempre están en la acera. También han incursionado en la venta de caramelos y arepas.
Los migrantes tienen una ruta fija por donde se mueven a diario. Es como un polígono que empieza en el redondel De los Continentes, sigue en la vía a Chone y Quevedo, terminal terrestre y termina en el baipás Quito–Quevedo.
Esta última es la ruta de estancia para 12 familias que viven en un refugio. Ahí reside Rafael Agras, quien se niega a ir a las calles a pedir dinero, pese a que perdió su empleo hace dos semanas. “Aún puedo trabajar dignamente”.