El diseño del Centro de Sabiduría Ancestral Pakarinka se inspiró en la sombra que proyecta un ave en vuelo. El trabajo voluntario de los visitantes dinamiza al proyecto turístico. Foto: Francisco Espinoza para EL COMERCIO
El aroma del palo santo, que se emplea en un ritual kichwa, atrapa a los turistas. Algo similar ocurre con los cánticos dedicados a la naturaleza y a los espíritus de los ancestros que entona Guillermo Santillán.
Con esa ceremonia, con la que también se busca alejar las malas energías, se da la bienvenida a cada visitante que llega al Centro de Sabiduría Ancestral Pakarinka, situado en la parcialidad de Agato, en Otavalo, Imbabura.
“La idea es trabajar juntos y compartir lo lindo de la comunidad”, explica Santillán, cuyo nombre espiritual es Willak.
En el centro, que está situado enel sector de Chimbaloma, una antigua tola caranqui, se imparten conocimientos sobre la ritualidad andina.
Se trata de prácticas ancestrales como la denominada limpia, la comunión con los espíritus de la montaña, que se alternan con caminatas y visitas a los talleres de artesanías e instrumentos andinos.
Agato es el hogar de 840 familias kichwas. El poblado se levanta al pie del ‘taita’ Imbabura, el volcán mítico de los nativos. El lugar posee una vista privilegiada del Valle del Amanecer, como también se le denomina a Otavalo.
Después del ritual, que se realiza en el interior de un círculo contorneado con piedras, los turistas también conocen a las familias anfitrionas con las que se hospedarán.
Así lo hizo un grupo de 17 jóvenes y dos guías que llegaron a la comunidad kichwa provenientes de Inglaterra, Escocia y Estados Unidos.
Su estadía, prevista para dos semanas, finalizará el próximo miércoles. La mayoría son chicos que han terminado sus estudios secundarios y vienen en calidad de voluntarios de la organización The Leap, explica la guía inglesa Mary Smith.
“La convivencia con las familias indígenas es única. A la vez que se conoce sus tradiciones se practica el idioma español. También se colabora con el trabajo comunitario”.
El martes último, por ejemplo, estudiantes extranjeros arreglaban el huerto, limpiaban los senderos y recogían los deshechos en el Centro de Sabiduría Ancestral Pakarinka.
Para James Gordan, que nació hace 18 años en Oxford, Inglaterra, es como su nuevo hogar. Con un español fluido, comenta, que le apasiona el idioma. Incluso, tiene previsto perfeccionarlo en la universidad.
Es por ello, que para Gordan, al igual que sus nuevos amigos, visitar este rincón de la ‘Provincia de los Lagos’, ha sido una experiencia única.
Como todo joven le encanta el deporte. Es aficionado al fútbol. Ha jugado varios encuentros con los muchachos anfitriones. Pero no solo los foráneos se benefician. Para 14 familias de Agato es una oportunidad de ganar unos dólares extra. Es una actividad complementaria a la agricultura y artesanía que dinamiza la zona.
Según Alexandra Aguilar, presidenta de la Asociación de Turismo Vivencial Pakarinka, de Agato, la idea es que los visitantes se sientan como en sus casas. Inclusive, son tratados como un hijo más de las familias kichwas. Quizá la hora más esperada, tras las mingas, es la hora de la comida.
“Les ofrecemos nuestra comida cotidiana. En el desayuno se ofrece generalmente colada morada y tortillas de tiesto. No faltan las habas, mellocos y queso artesanal”. Así explica Alexandra Aguilar.
Según Smith, lo que más les atrae a los jóvenes viajeros es el sabor exótico de la amplia variedad de sopas. Entre otras, menciona el caldo de chuchuca, la boda (colada de maíz).
Pero el plato estrella se guarda para el final. El día anterior a la partida de los muchachos se elaborará la llamada pachamanka (cocina bajo tierra).
Se trata de una técnica en la cual se elabora un orificio en el suelo. Ahí se colocan piedras, del tamaño de una naranja, que han sido recalentadas previamente durante un día.
Sobre rocas se colocan papas, choclos, arvejas, mellocos, camote, pollo o borrego y piña. Luego se ponen más piedras ardientes sobre los alimentos. Finalmente se tapa el hoyo con una tela y sobre ella se coloca tierra, explica Santillán. En un par de horas el bocadillo, preparado supuestamente como lo hacían los incas, está listo para sorprender a todos.
La mayoría de productos son orgánicos y se cultivan en las huertas que tiene cada familia. Para los vecinos de Agato es turismo vivencial, que lo practican desde hace 10 años, es una oportunidad para recuperar las costumbres ancestrales. Un ejemplo de ellos es la pasión con que los niños interpretan los instrumentos musicales. Cada día es una fiesta.