La apariencia física del ser humano es imagen de su interior. Juan Rulfo (México, 1917-1986) tenía aspecto de maestro rural. Terno y corbata ajados, pero zapatos lustrosos. Sus últimos años usó gafas incluso en las escasas entrevistas televisadas. Alguna vez confesó que siempre le dolieron los ojos, pero que nunca se quejó. Solitario, huraño, triste y tímido, su vida fue una fuga de él mismo y de lo que lo rodeaba. Poseía una veta de humor negro solo para él.
El rostro de Rulfo parecía tallado con la tierra que tanto amó. “Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno, regresan por su cobija”. Dos libros le fueron suficientes para acceder a ese asilo inasible llamado inmortalidad, Pedro Páramo y El llano en llamas.
La angustia de Rulfo: atrapar toda la belleza que se le pasara por delante, presagiando que esta era como el humo de su cigarrillo de tabaquista consumado, angustia que lo inducía a beber, sin tregua, el tequila que su amigo pintor, que vivía en un piso superior, le surtía mediante una cuerda improvisada.
La fotografía de Rulfo es un registro de su fibra más íntima; de su niñez arropada por el dolor de sus ancestros muertos en la revuelta de los cristeros, malherida en su orfandad y su desolada estancia en la correccional.
Sus retratos de templos, murallas, eriales, canteras… infunden la idea de haber sido construidos por dioses antiguos y bañados por un agua mítica. “Uno es otro/ y es ninguno:/ entre sus nombres vacíos/ pasan y se desvanecen/ agua, piedra, viento”. Detrás de esas estatuas de luz: mujeres, hombres y niños campesinos, desolación y desamparo. Rulfo rescata el contenido humano de las cosas y transmite humanidad a la realidad doliente que lo asedia.
La vida en sí misma no es la realidad. Rulfo puso vida en los rostros congelados por el tiempo y la pobreza, así como en las piedras y guijarros por donde caminó cargado su cámara.