Isidro Ayora lideró la lucha contra la gripe española, en 1919, en la presidencia de Alfredo Baquerizo. Foto: Cinemateca Nacional del Ecuador
Aunque estén hoy desaparecidas o acaso afecten a una ínfima porción de la población mundial, en su momento, las pandemias de antaño resultaron temibles en la medida en que contagiarse de ellas se convertía, prácticamente, en una sentencia de muerte.
Desde que empezó la Conquista, a inicios del siglo XVI, hasta entrado el siglo XX hay registros de brotes que afectaron a gran parte de la población de Quito y sus alrededores. En la lista de enfermedades están, entre otras, la viruela, la gripe y la tifoidea.
Desde el momento en que los españoles llegaron a América, las enfermedades crónicas se diseminaron por el actual territorio ecuatoriano. La mortandad fue enorme porque, según explica el historiador Alfonso Ortiz, excronista de la Ciudad, los pueblos indígenas no tenían defensas biológicas contra esos males importados.
La viruela fue la más violenta y persistente. Provocó muertes en el inicio de la Conquista, durante la vigencia de la Real Audiencia de Quito, en el inicio de la República y en los comienzos del siglo XX. Uno de los brotes más fuertes fue el que se produjo entre 1783 y 1785, apunta Carlos Paladines, historiador y filósofo.
Menciona que “a mediados de 1785 esa pandemia asoló a la Audiencia de Quito y diezmó entre 3 000 y 8 000 quiteños, una cifra alarmante para una jurisdicción de 286 076 habitantes y cuya capital tenía 21 097”.
La población creía que esos males eran un castigo divino, así que sacaban de las iglesias a la Virgen de Guápulo o a la de La Merced para pasearlas en procesiones y así, según ellos, erradicar la enfermedad, cuenta Susana Freire, investigadora en temas históricos.
Pero las reiteradas epidemias agravaron la situación y “el médico del Rey obligó al Cabildo quiteño, en septiembre de 1785, a solicitar a Eugenio Espejo que retornara a Quito de su ‘exilio’ en Riobamba y formulara un plan para frenar a las viruelas”, apunta Paladines.
Las razones expuestas por Espejo para el origen de esa enfermedad fueron “… desaseo general, el mal pan, la confección venenosa de licores espirituosos, la escasez de víveres, el descuido en la cría de puercos, la falta de excusados y retretes para impedir que indios y mestizos excretaran en las calles y plazas”. Él pidió cambiar toda esa situación, incluyendo el cierre de los cementerios que estaban en los monasterios.
Las sugerencias de Espejo se quedaron en eso. Solo el 16 de julio de 1805, acota Paladines, se inauguró en Quito “la vacunación como mediación para preservar a los pueblos de las viruelas, y se lo hizo a través de la Expedición Salvany, con los Niños Héroes que traían la vacuna inoculada”. Aquella comitiva fue recibida a distancia de una legua del Centro Histórico por el Cabildo, tribunales y la nobleza.
La sugerencia de Espejo de hacer un cementerio público en el espacio donde hoy están los parques El Ejido y La Alameda tampoco se cumplió. Como menciona Ortiz, recién en 1828 se habilitó un camposanto en El Tejar y, en 1863, en San Diego.
La gripe española también golpeó fuerte a la capital. “Inicialmente llegó, el 13 de diciembre de 1918, a Guayaquil sin hacer estragos; tres días después, a través de los soldados del batallón Marañón, el mal se sintió en Quito”. La frase es de Germán Rodas Chávez, historiador, escritor y autor del libro ‘Pensamiento médico y trazo de la figura de Isidro Ayora’.
Inmediatamente se clausuraron las actividades públicas y privadas y, según la Revista El Magisterio Nacional de enero de 1919, el Consejo Escolar de la Provincia de Pichincha suspendió temporalmente las clases en escuelas, colegios, universidades y conservatorios.
Tan fuerte fue el contagio que, por ejemplo, “el 38% del alumnado de la Escuela Superior Simón Bolívar, la más importante de la época, fue atacado”. Tanto ayer como hoy, el aislamiento fue clave para frenar la pandemia y no propagar la enfermedad, apostilla Freire.
Ese mal importado, según Rodas, se mantuvo en la capital hasta el 20 de enero de 1919 y afectó a 15 070 personas. Hubo 185 defunciones. La población del Quito de aquel entonces no superaba los 60 000 habitantes.
“Si esta cifra de mortandad se compara con la reportada en Bogotá, lo que sucedió en Quito fue marginal, pues en la capital colombiana hubo 10 000 muertos en esa misma circunstancia”, agrega Rodas. Y a escala mundial, la gripe española infectó a 500 millones de personas, alrededor del 27% de la población de entonces.
Pero, ¿cómo se enfrentó a esa pandemia en Quito? La respuesta de Rodas es que fue a través de varias iniciativas de Alfredo Baquerizo Moreno, quien gobernaba el país en ese entonces y pidió a Isidro Ayora, hermano de su ministro del Interior y Sanidad (José María Ayora), que las liderara.
Ahí apareció la Cartilla sobre la Gripe, con varias normas higiénicas fundamentalmente y prácticas para resistir los efectos de la enfermedad; por ejemplo, abrigarse, no escupir en las calles, aislarse del resto de la familia, lavarse las manos… La visión de Ayora fue de normas higiénicas públicas.
Se sumaron otras acciones. Una de ellas, apunta Rodas, fue que los pocos médicos que había pusieran banderolas en sus casas para que los enfermos fueran donde ellos y consultaran sus males. Otra: los boticarios tenían la consigna de entregar materiales de limpieza y remedios a los enfermos, con la previa presentación de la receta.
No fueron las únicas enfermedades graves que asolaron Quito. Freire explica que también hubo fiebres malignas y malestares intestinales, que no tenían un nombre específico. Se daba por el desaseo generalizado en la Colonia.
El hacinamiento de los monasterios también fue un factor que incidió. Ortiz anota que las religiosas vivían rodeadas de basura sobre todo en los predios más grandes, como La Concepción, Santa Catalina o Santa Clara; en esos lugares “las religiosas superaban el centenar y las mujeres que vivían dentro eran incluso 1 000”.
A eso se sumó la falta de medicinas y el no entender la necesidad de la higiene. De allí que, acota Freire, la enfermedad más terrible entre finales del siglo XIX y principios del XX fue la tifoidea.
Ese mal diezmó a la población, “se dice que en el Hospital San Juan de Dios ingresaron más de 7 000 enfermos de tifoidea entre 1880 y 1904 y hubo 700 muertos”, menciona Freire.
Ya en la época republicana, Eloy Alfaro puso énfasis en el ornato de la ciudad y rellenó las quebradas que siempre fueron un foco de infección. Ortiz indica que la contaminación por la basura era frecuente; hasta 1940, el Municipio de Quito continuaba botando los desperdicios de la ciudad en El Censo (Machángara).
En 1930, el paludismo hizo mella en Guayllabamba xx y Tumbaco, incluso en el valle de Los Chillos donde, según Ortiz, hubo grandes campañas para erradicar ese mal.
El grave problema para la población fue que no había el desarrollo de vacunas y medicamentos que ayudaran a paliar los efectos de las epidemias. Y la expectativa de vida de los más débiles y expuestos era muy corta.