Estados Unidos hizo varias pruebas de bombas en el Atolón Bikini. Foto: Wikimedia
Cuando el japonés Akira Kurosawa estrenó en 1955 su filme ‘I live in fear’ (su título en español es ‘Crónica de un ser vivo’) habían pasado diez años de los bombardeos en Hiroshima y Nagasaki.
A los supervivientes de ambas catástrofes nucleares se los denominaba ‘hibakusha’, y se convirtieron en una especie de parias portadores de radiación que se veían obligados a esconder esa circunstancia, porque nadie quería casarse con ellos o hasta llegaban a negarles el trabajo.
La gente común tenía miedo de los efectos subyacentes de ambas catástrofes nucleares, y un pánico aún mayor de que se repitieran. Y ese temor colectivo fue el que Kurosawa buscó reflejar en el protagonista de su película, Kiichi Nakajima, en cuya obsesión por alejarse del peligro quiso vender todos sus negocios para comprar una finca en Brasil y huir allá con toda su familia, amantes incluidas.
Sus parientes lo llevan ante un jurado para que lo declare incapacitado mental, pero al final uno de los miembros de la corte se cuestiona si no es más loco ignorar los peligros de una conflagración nuclear que tomárselo tan seriamente.
Luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, cada nueva prueba de armas nucleares se volvió para el mundo un recordatorio de que hay una amenaza para la humanidad, y un miedo difícil de evadir, que aumenta en la medida del creciente alcance de las bombas.
En 1950, Washington aún no había probado su primera bomba de hidrógeno, pero ya publicó en panfletos su primera ‘Guía para sobrevivir a una guerra nuclear’: láncese al suelo boca abajo, cúbrase la cara, y si tiene tiempo busque un sitio seguro. La Unión Soviética había probado su primera bomba de estas características el año anterior, y las Coreas estaban empezando su guerra de tres años en el estreno internacional de Kim Il-sung, abuelo del hoy controvertido líder de Piongyang, Kim Jong-un.
Dos años después, el productor y director de la cadena ABC Anthony Rizzo realizó para la Defensa Civil estadounidense ‘Duck and Cover’ (Agáchate y cúbrete), un corto de poco más de nueve minutos donde un dibujo animado, la tortuga Bert, buscaba enseñar a los escolares qué hacer y dónde guarecerse si se volvía realidad la pesadilla de una bomba soviética.
Más de 50 años después, un artículo de la organización educativa Khan Academy reconoce que agacharse y cubrirse difícilmente hubiese ayudado -como tampoco lo haría ahora- a prevenir lesiones serias en un bombardeo atómico real, pero “estos ensayos de un desastre al menos dieron a los ciudadanos estadounidenses una ilusión de control frente a una guerra atómica”.
Ya en la segunda década del siglo XXI, conforme avanza la tecnología para producir proyectiles cada vez más potentes, la forma de enfrentarse a este miedo también se adapta a los tiempos.
Ya no solo hay un micrositio en Internet (www.ready.gov/nuclear-blast, también patrocinado por el Gobierno de EE.UU.) con indicaciones para afrontar este tipo de contingencias. Páginas de arquitectura y diseño como Tiny House Design escriben ‘Cómo diseñar un albergue para un bombardeo nuclear’, empezando por la analogía básica de que la radiación emitida por estas armas es “un calor que no se puede ver, tocar, oír, saborear u oler”.
Esto sin contar con que las empresas que se dedican a vender búnkeres especiales para familias -que puedan pagar un mínimo de USD 25 000 y un máximo que no conoce techo- hayan multiplicado hasta por cuatro sus ventas en los últimos meses, sobre todo a raíz de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y de los ensayos norcoreanos.
El analista James Conca escribió en la revista Forbes que hay peligros para la humanidad entera no menos espeluznantes, como el efecto invernadero o la posibilidad de que se difumine sin control una bacteria resistente a los antibióticos o una semilla genéticamente modificada que extermine los cultivos. Pero ante estos riesgos no hay más referencia que la ciencia ficción, no hay campañas de qué hacer o cómo cuidarse ni productos cuya lógica de oferta y demanda dependa de los titulares internacionales.
¿Son las imágenes de las víctimas de Japón hace 52 años, o los tristes relatos de los afectados por la radiación tras el accidente nuclear en Chernóbil en 1986 -que no fue un bombardeo pero tuvo los efectos de uno- lo que vuelve esta amenaza más real, más palpable? Graham Allison, del Centro Belfer para la Ciencia y los Asuntos Internacionales, afirmó en un panel en la Universidad de Harvard que hay motivos para preocuparse, porque hasta el 2010 habían 23 000 armas nucleares en el planeta, así como uranio enriquecido y plutonio suficiente para construir unas 100 000 más, aunque desde 1945 ninguna ha sido utilizada como arma durante una confrontación.
Kim Jong-un ha dicho que con tres de las bombas de hidrógeno que probó el 3 de septiembre “se acaba el mundo”. Así como la capacidad y potencia de las bombas aumenta, parecería que su poder de generar temor se extiende mucho más allá de aquellos países del Hemisferio Norte que han protagonizado esta carrera armamentista, observada por regiones y países que no pueden participar en ella ni protegerse de sus apocalípticos efectos.
¿Volverá a ponerse vigente la psicosis surgida durante la Guerra Fría de que basta apretar un botón para acabar con la civilización tal como la conocemos? ¿Cuánto crecerá el miedo global al gran fantasma en forma de hongo de fuego?