Stefanía López sabe que algo no anda bien cuando sus hijos piden quedarse en casa. No es flojera. Es una forma de procesar lo que pasa en sus colegios. Su hijo mayor, de 11 años, tiene TDAH (Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad), una condición neurobiológica que afecta la capacidad para concentrarse, controlar impulsos y regular emociones. Su hija menor, de 9, no presenta diferencias en su desarrollo neurológico (neurotípica). Ambos conviven en entornos escolares privados en Quito, pero lo experimentan de formas distintas.
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“Él se cierra. No sabe qué emoción está sintiendo. Se queda despierto hasta tarde viendo televisión, algo que normalmente no hace. Ahí sé que está lidiando con algo emocional”, cuenta su madre. Ella llega a casa y lo cuenta todo. Busca consuelo en mamá.
El pequeño fue excluido por sus compañeros. No aceptaron que él no hiciera ni estuviera de acuerdo con ciertas conductas del grupo. Lo apartaron por no seguirles el juego. Eso lo afectó. Se aisló. En su familia encontró apoyo.
La niña también vivió violencia, pero física. En su caso el sistema respondió. Stefanía recibió apoyo de los Departamentos de Consejería Estudiantil (DECE), pero la experiencia no es igual. En un caso se activaron protocolos, se habló con profesores, se involucró al rectorado. “Sentí un apoyo incondicional”. Con el varón, el camino es más complejo. Cree que falta una apertura de mente en los docentes para que los niños aprendan de otras formas.
Propone algo simple, pero poderoso: alternativas. Que un niño con dificultades para escribir pueda entregar un reportaje en video, una locución, un podcast. “Lo importante es que sientan que pueden lograrlo, que son capaces. No que se sientan inútiles”.
El problema no es solo el sistema educativo. Es cultural. Es la normalización de la violencia verbal y física, dice Stefanía. “Hay niños que consideran normal llamar la atención pegando, jalando el cabello o diciendo malas palabras. Eso aprenden de videos que ven en redes sociales”.
¿Por qué esto importa?
En Quito y, en general, en Ecuador, hay niños que asisten a colegios que no siempre comprenden cómo funciona su cerebro. Ser neurodivergente significa procesar, sentir o responder al mundo, de forma distinta. Entre los diagnósticos más conocidos está el TDAH, autismo, dislexia, discalculia, secuelas de trauma, TOC (Trastorno Obsesivo Compulsivo), entre otros que pueden o no estar asociados a una discapacidad. Hay casos en que los estudiantes no reciben las adaptaciones necesarias. Otros son malinterpretados como “malcriados” o “flojos”. El problema: aún falta aprender a convivir con la diferencia.
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Lo que hay detrás
El Ministerio de Educación estableció políticas de inclusión educativa: desde el Diseño Universal para el Aprendizaje (DUA) hasta ajustes razonables y adaptaciones curriculares. También existe un instructivo para estudiantes con autismo, emitido en 2024. Pero el desafío no está solo en la norma, sino en su implementación. Las adaptaciones a menudo se concentran en los primeros años de escolaridad. A medida que los niños crecen, el margen para adaptarse se reduce. Y con él, la capacidad del sistema para incluir sin rezagar. La inclusión no es solo académica. Se juega en el aula, en los recreos, en el trato con pares, en la posibilidad de tener un amigo.
¿Cómo llegamos hasta aquí?
Según el Ministerio de Educación, en el año lectivo 2024-2025 en Ecuador hay:
- 2 985 estudiantes con autismo: 1 562 son de planteles particulares y 1 209, de públicos.
- 17 050 tienen necesidades educativas específicas no asociadas a discapacidad.
Existen 389 Unidades Distritales de Apoyo a la Inclusión y 574 docentes de apoyo, a nivel nacional. Entre sus acciones están las evaluaciones psicopedagógicas para detectar temprano necesidades educativas específicas. Pero esto llega después del diagnóstico médico que no siempre se comunica o no se acompaña de un plan de adaptación. Algunos padres ocultan el diagnóstico o en casos de varias neurodivergencias muestran la menos “grave” por miedo a la estigmatización. Otros entregan informes, pero falta seguimiento.
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La verdad de los datos
- En Ecuador, para el ciclo 2024-2025 se matricularon 4 millones de escolares en 16 mil instituciones.
- De este universo, el Ministerio identifica a 17 050 con necesidades educativas específicas.
- En el Distrito Metropolitano de Quito (zona 9) hay 3 879 alumnos. Es la segunda zona con más demanda de planes de adaptación.
- Manabí y Santo Domingo (zona 4) están en primer lugar con 4 212 estudiantes
- En tercer puesto está zona 8 (Guayaquil, Durán y Samborondón) con 2 422.
- 126 888 docentes fueron capacitados en temas de inclusión educativa.
Claves para entender
En el aula de Julie Marcum, docente especializada en educación primaria y especial de la Alianza Americana no hay moldes. Hay perfiles. Cada estudiante, neurotípico o neurodivergente, es una historia única de aprendizaje. “Muchas veces no hay diferencias cognitivas”, explica. Pero sí en cómo procesan o expresan lo que saben. Por eso, Julie adapta. Ajusta el ambiente, cambia la forma de presentar la información, modifica cómo se evalúa. Así, todos aprenden el mismo contenido, pero a su manera.
Trabaja con dos tipos de planes. Uno de acomodación, que no altera el currículo, pero sí el camino para llegar a él. Y otro, más profundo, que ajusta los estándares según las habilidades reales del estudiante. La clave: la co-enseñanza. Dos docentes en el aula. Dos formas de explicar. Dos maneras de llegar. También usa rotaciones: grupos pequeños, tareas variadas, movimiento. Todo con reglas claras y expectativas firmes. “Eso permite que el aprendizaje fluya”.
Pero Julie también enseña a convivir. A entender que todos somos diferentes. Que eso no es un problema, sino una riqueza. Celebra la neurodivergencia. Invita a personas con síndrome de Down, a deportistas con discapacidad visual que juegan fútbol. “Queremos que los niños vean que todos tienen habilidades increíbles”, cuenta.
En su colegio, cada estudiante aprende a conocerse. A saber cómo aprende. A respetar al otro. Es importante enseñarles sus fortalezas y también su perfil como aprendiz para que ellos entiendan que son capaces, son aceptados y puedan entenderse a sí mismos. La inclusión es una forma de mirar a cada estudiante como lo que es: único.
La psicóloga infantojuvenil, Doménica Rodríguez, recibe un abrazo de un niño que recibe terapias.
Un modelo basado en necesidades de apoyo a niños
En un aula, un niño con autismo puede salir corriendo por el sonido de un proyector. Ese estímulo, invisible en un informe médico, refleja una necesidad de apoyo. El niño debe aprender una habilidad auditiva. Este pequeño ejemplo es parte de lo que hace Learning Place, un centro terapéutico en Quito. “Las necesidades de apoyo no se leen en un papel. Se observan, se viven, se acompañan”, explica Doménica Rodríguez, psicóloga del desarrollo infantojuvenil.
Su equipo -formado por psicólogos, terapeutas ocupacionales, físicos y de lenguaje- aplica un modelo de trabajo basado en las necesidades del niño dentro de su entorno. Otro caso concreto: un niño excelente en matemáticas, pero se desregula en educación física. No se trata de una incapacidad, sino de la falta de estructura. Algo típico en el autismo. Una vez identificada la necesidad, Learning Place trabaja en terapias continuas. También lo hace con los profesores de colegios de los valles, principalmente. Extiende sus estrategias a la casa, al vínculo con padres, hermanos, al día a día. Elaboran reportes, observan los entornos escolares y acompañan a familias de 150 niños y adolescentes.
También abordan temas preventivos: bullying, exclusión y abuso. “La neurodivergencia, entendida como discapacidad, duplica la vulnerabilidad ante eventos adversos en la infancia”, advierte Rodríguez.
Pero el mayor desafío es cultural. Muchos padres prefieren no compartir diagnósticos. Algunos docentes no logran sostener los planes. Y conforme avanzan los niveles educativos, las adaptaciones desaparecen. “¿Cómo adaptas factoreo en secundaria sin rezagar al estudiante?”, se pregunta Rodríguez. La clave está en la flexibilidad: ajustar plazos, respetar ritmos, acompañar sin excluir. No se trata solo de incluir. Se trata de pertenecer. De que un niño tenga amigos, se sienta parte…
Conclusión: una educación que no excluya a niños neurodivergentes
La inclusión es una práctica que se construye con formación docente, apoyo a familias, seguimiento real y voluntad de adaptarse al ritmo del otro.
Qué se necesita:
- Capacitación constante a familias, pares y docentes.
- Planes individualizados aplicables en la práctica escolar.
- Flexibilidad en tareas, tiempos y formas de evaluar.
- Compromiso conjunto entre escuela, familia y entorno terapéutico.
- Un cambio cultural que deje de ver el diagnóstico como un límite.
Porque, como dice Stefanía López:
“La comparación no es algo que fortalece a nuestros niños neurodivergentes, más bien ayudar a encontrar ese camino único para el que han sido creados”.