En el camposanto de Otavalo es común ver, durante todo el año, cómo los familiares del difunto comparten la comida. Foto: Francisco Espinoza para EL COMERCIO
Las puertas del Cementerio Municipal de Cotacachi se abren todos los días, a las 06:30. Los lunes son los de mayor concurrencia. Según Roberto Baroja, conserje del panteón, ese es el día preferido por los kichwas que visitan las tumbas de sus seres queridos.
Según la cosmovisión indígena, las personas no se acaban con la muerte sino que pasan al mundo espiritual. Es por ello que los deudos llegan con la comida favorita de las personas que partieron antes, al más allá.
Ese es el caso de María Juana Bonilla, vecina de la parcialidad kichwa de La Calera, en Cotacachi. Ella acudió a visitar los nichos en donde están sepultados sus padres y tíos.
Como la mayoría de damas nativas, viste con anaco y blusa bordada. La cabeza la cubre con un rebozo, una especie de chal que le protege del intenso sol del lunes anterior.
Cerca de dos cruces blancas, Bonilla permanece sentada, casi sin moverse, mientras en silencio pide por el descanso de las ‘almitas’. Ese es un rito que heredó de su padre, José María Bonilla, quien falleció en 1972. “Se fue muy joven”.
Luego de recuperar el aliento, por la caminata, desata una carga en la que lleva comida. En el menú constan papas cocinadas y fréjol, el platillo preferido de su progenitor.
Aunque no hay una barrera física, en el cementerio de Cotacachi hay un área para las personas mestizas que han fallecido y otra para los indígenas. Baroja explica que estos últimos prefieren sepultar a sus familiares en fosas ubicadas en el piso. Mientras que el resto lo hace en mausoleos.
“Nosotros tenemos la costumbre de venir cada semana. Cuidamos las tumbas de nuestros familiares, como a nuestra casa misma”, señala María Cecilia Muenala, vecina de la parcialidad de Quitugo.
La mujer carga en su espalda a Yuyay, un niño de 1 año, mientras lija una cruz en la que resalta el nombre de José María Otavalo. “Es el abuelo de mi esposo”, dice.
Aprovechando que está cerca la conmemoración del Día de los Difuntos hacen una minga familiar. Con un marcador negro, Maribel Otavalo, hija de Muenala, escribe nuevamente el nombre de su abuelo.
El ir y venir de personas es permanente en el camposanto.
Rafael Salazar es uno de los que más tiempo permanece en el panteón. Este kichwa, de 43 años, recorre los pequeños pasillos por los que se acceden a las tumbas para rezar a cambio de unas monedas.
Como pago, para dirigir sus oraciones por los difuntos, también recibe alimentos preparados como fréjol, maíz tostado y pan. Comenta que hace cinco años le enseñaron a recitar las plegarias en una congregación religiosa de Otavalo.
En el cantón Otavalo, los indígenas realizan una práctica parecida. En el cementerio Samasunchic (Descanse en Paz), la visita a los muertos es una tradición que se repite todos los lunes y jueves.
“Esos días son de las almas”, comenta José Manuel Morales, presidente de la Unión de Organizaciones Indígenas de Otavalo, que administra el panteón desde 1980.
Ese es el destino final para los kichwas de 65 comunidades del cantón que han perecido.
A las personas fallecidas no solo se les comparte sus alimentos predilectos. Los familiares van a ese lugar a conversar sus problemas en busca de ayuda, dice Morales.
Junto al Samasunchic, separado por una pared, está el camposanto denominado Jardín de Oración. A diferencia de los pueblos milenarios, en este último, preferido por los mestizos, hay pocas visitas.